Todas y todos somos Natividad Quintuche

Dentro del fabuloso universo de figuras y claves simbólicas, Miguel Ángel Asturias elige, a propósito, retratar a un pueblo ultrajado precisamente a través de lo más frágil de sus entrañas. Natividad, la mujer, la indígena, la niña… quien menos puede defenderse de Estanislao Tamagás, el asqueroso alquilador de disfraces, ese que cada cuatro años elige uno diferente para cometer sus tropelías contra la misma niña. La figura del alquilador de disfraces, como el gran violador y como  transfiguración de la hegemonía política ladina –servil a su vez de la ideología colonial– no podía esperarse menos de la genialidad creativa del Nobel de Literatura.

El Torotumbo es una alegoría de la indignación y la movilización popular, surgida del anhelo de lo que un exiliado Miguel Ángel Asturias hubiese querido como corolario a los ignominiosos sucesos de 1954, que acabaron con la caída de la Revolución de Octubre, una serie de figuras simbólicas encarnan la gran ficción de un final alternativo a la historia sombría de país: un pueblo enardecido que se levanta en tumulto para acabar de una buena vez contra los opresores, el Torotumbo no es otra cosa que la danza del pueblo alzado frente a lo que lo han oprimido por siglos. Es la patria que ansiamos, la del egregio revolucionario Julio Fausto Aguilera, que ha remontado sobre las fauces de la «loba enemiga, negra historia» condenada y desterrada por nosotros mismos.

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Todas y todos somos Natividad Quintuche, y por eso tenemos el imperativo moral este 20 de agosto de unirnos al Torotumbo, y aunque es verdad que después de esa fecha aún faltará mucho para que los «colmillos del hambre» no se ensañen sobre la patria que tanto ansiamos, para que ese «enjambre de brazos» no se alcance para cosechar los frutos y granos, ahí estaremos, para plantar, para parir la semilla de un futuro posible.

Vine a casa a escribir esto, recién acabo de caminar por la plaza central, es miércoles dieciséis de agosto de dos mil veintitrés. Por fin, pasaron setenta años de amargura, sangre y desencantos, pero por fin, por fin, vi a los guatemaltecos ensayar el Torotumbo en la Plaza a reventar.

El pueblo subía a la conquista de las montañas, de sus montañas, al compás del Torotumbo. En la cabeza, las plumas que el huracán no domó. En los pies, las calzas que el terreno no gastó. En sus ojos, ya no la sombra de la noche, sino la luz del nuevo día. Y a sus espaldas, prietas y desnudas, un manto de sudor de siglos. Su andar de piedra, de raíz de árbol, de torrente de agua, dejaba atrás, como basura, todos los disfraces con que se vistió la ciudad para engañarlo. El pueblo ascendía hacia sus montañas bajo banderas de plumas azules de quetzal bailando el Torotumbo. M.A. Asturias