Monica Jones sufrió con estoicismo el deseo del poeta de mantener cierto espacio propio para construir sus epígrafes líricos –o sea, no le permitiría vivir ni formar familia con él– pero a veces la situación la superó. En su carta a Larkin escribió sobre el “verano que se va, inutilizado, la belleza del paisaje, inutilizado... Si alguna vez empiezo a pensar en la realidad, todas las cosas tristes me cierran la mente enseguida.”
Es una carta simple pero terriblemente conmovedora. De un lado refleja nada más que la parálisis de una relación sentimental, donde los deseos incompatibles de los dos, poeta y musa, no tuvieron resolución. Sin embargo, después de medio siglo, también hace eco de un sentimiento que se extiende mucho más allá de una pareja en crisis para propagarse a una enorme masa de poblaciones sublevadas. Sobran los análisis de Egipto y el mundo árabe, de índole político, islámico, demográfico e hídrico, pero el hilo conductor de sus revoluciones se encuentra en una palabra: resentimiento.
Fueron los resentidos que llenaron la plaza de Tahrir, jóvenes y no tan jóvenes que por el aburrimiento de pasar días interminables con moneditas en sus bolsillos, quienes, pidiendo favores prestados, sufrían aquel mismo encierro de la Sra. Jones. Pasajes de belleza quedaron inutilizados, y prometían seguir así por tiempo indeterminado. Mohammed Bouazizi, el verdulero de Sidi Bouzid, en Túnez rural, fue la chispa en el polvorín. Su auto-inmolación representó el gesto resentido por excelencia: se desfiguró y se suicidó como respuesta a los insultos y agravios de policías corruptos. Hizo manifiesto, sobre su cuerpo, la violencia estructural que ellos ejercían.
Así actúa el resentido revolucionario. Absorbe cantidades descomunales de desprecio hasta que un buen día, sin previo aviso, las gotas de sufrimiento rebasan la capacidad de su alma y se proyectan hacia el exterior con una fuerza incontrolable. Desgraciadamente, la cultura occidental ha menospreciado este enorme poder. Nietzsche acusó a varias religiones, incluyendo al cristianismo, de basarse en la victoria histórica del esclavo, y sus deseos de venganza y asistencialismo. Todavía en el viejo mundo se venera, con una cuota de irracionalidad, a los líderes nobles que no tienen ningún lastre psicológico. Así elogió The Economist a los dirigentes del nuevo gobierno británico: dos hombres sin complejos, ricos, refinados y, algunos dirían, bastante incompetentes.
En lugar de lamentar las perversidades del resentido, hay que celebrarlo. ¿Qué otra fuerza humana tiene el mismo nivel de imprevisibilidad y auto-sacrificio? Fueron resentidos los que derrumbaron las Torres Gemelas, y fueron sus parientes agraviados y aburridos los que abrieron el camino para una posible democratización del Oriente Medio. Si creemos la versión ficcional de la vida de Mark Zuckerberg, Facebook también emergió del rechazo social, la exclusión, el cuarto oscuro de un hombre solo.
Por lo tanto, hay que mirar al futuro de Guatemala con bastante optimismo. En el país, y seamos honestos, en toda América Latina, abundan las fuentes de resentimiento: las líneas de clase, etnicidad y riqueza que cierran el paso y queman los espíritus humanos con frustración y vergüenza. A veces las líneas de separación en Guatemala son brutalmente explícitas: son muros y armas de fuego. En otros momentos son más parecidas a las obras de teatro decimonónicas, donde las clases emergentes buscan entrar en los círculos sociales más privilegiados hasta que cometen un error imperdonable con los cubiertos de plata. Miremos el caso Rosenberg, por ejemplo: la histeria arrojada sobre los nuevos ricos del país no se distinguía demasiado de los truenos de una elite chejoviana en descomposición y reconfiguración.
No podemos decir, como insisten algunos comentaristas ingenuos, que la revolución saltará de los desiertos magrebíes al istmo centroamericano o la tierra bolivariana. Las condiciones sociales y trayectorias políticas son demasiado distintas. Del lado árabe, luchaban contra un poder hegemónico en el Estado, respaldado por sus filas de policías leales. Del lado americano, el poder político se ha reconstituido a lo largo de los últimos años. Los gobiernos de Venezuela, o tal vez Argentina, tienen características autoritarias, pero éstas se deben a la necesidad de llenar espacios de poder e incluir a sectores marginalizados después de graves crisis institucionales.
Los resentidos de Guatemala tienen otras debilidades. Prefieren en muchos casos anotar venganzas rápidas, repitiendo los mismos esquemas de poder de sus odiados enemigos. Sería recomendable tal vez que profundicen en su resentimiento, dejándolo crecer hasta que consuma el mundo visible; quizás son demasiado alegres los resentidos guatemaltecos, y pecan del cortoplacismo hedonista. Además, les atrapa demasiado fácilmente el juego de intereses corporativos (véase el Colegio de Abogados), y como consecuencia se impide la comunicación fluida entre distintos grupos de resentidos, separados por clase y lugar. Es dudoso, por ahora, que una auto-inmolación o algo parecido en el Quiché o Zacapa pudiera tocar la espina nerviosa de un capitalino.
Sin embargo, una cosa es clara: nunca se debe subestimar la libertad y volatilidad de una masa de resentidos. Pueden cambiar todas las reglas del juego si pasa otro verano inutilizado.
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