La imagen de Todos Santos Cuchumatán está vinculada a carreras de caballos y ebriedad durante sus fiestas. La jornada que conmemora el día de los muertos también es un día de retorno para los miles de migrantes que trabajan en EEUU. Son ellos los que pagan buena parte de las celebraciones.
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Algo tiene que tener la fiesta en Todos Los Santos Cuchumatán para que Ernesto Ramírez, de 37 años, se encuentre subido en una verja de madera, mirando a los caballos y sabiendo que en unas semanas tiene que volver a ponerse en manos de los coyotes. Jamás se ha montado en uno de estos animales que transitan a toda velocidad guiados por jinetes que, en realidad, bastante tienen con llevar las riendas de su estado etílico. Dice que le dan miedo, que nunca se subiría en uno, mientras se le escapa un gesto de admiración hacia el temerario. Poco tardará en reconocer que, en realidad, el viaje que él tiene por delante es bastante más peligroso. Cuando vuelva a empacar la mochila y se despida de la familia, no tendrá a medio pueblo jaleando su determinación. Por delante, tres opciones: el éxito y regresar a Oakland (California), el último de los lugares en que ha trabajado; ser arrestado por la policía mexicana o estadounidense y deportado a Guatemala; o morir, con el riesgo de que nadie encuentre su cadáver.
“Regresé en avión, con un pasaporte falso”, dice. Y que le costó US$ 500 (Q 3668), a lo que hay que sumar la misma cantidad para el regreso a EEUU, que comenzará “cuando termine la feria”. Según su testimonio, esta especie de “pack de ida y vuelta” le ha salido más barato que los Q 30 mil que afirma que desembolsó en 2012, cuando dejó Todos Santos Cuchumatán por primera vez. “En avión, con pasaporte falso”, es un relato extraño de alguien que no termina de encajar tampoco en este ambiente exagerado.
Si uno se deja llevar por el tópico de la feria del municipio, el que habla de una ebriedad sin límites, de jinetes desbocados tras ingerir litros de cerveza o de crudas a plena luz del día que dejan el panorama de un campo de batalla regado de cuerpos que no aguantaron más, podría pensar que no hay fiesta que merezca tanto riesgo. Obvio. Así lo considera también Ernesto Ramírez y cualquier persona con dos dedos de frente. Más aún en su caso, que profesa la fe evangélica y, por lo tanto, es abstemio. Según explica, aprovechó los días de feria para regresar y ver a su esposa y sus dos hijos. Cinco años sin abrazarse es mucho tiempo. Afirma que cómo pasa el tiempo, que está enorme, que cuando se marchó apenas levantaba un palmo del suelo. A la esposa, pues, también la vio cambiada, dice, mientras sonríe. “Beber alcohol es como el adulterio”, afirma, para entrar en una disertación sobre todas las prohibiciones que, en su opinión, aparecen reflejadas en los textos sagrados. Todo con tal de no hablar de lo que le preocupa de verdad, que es el momento en el que suelte la mano de su hijo, al que agarra mientras mira la carrera, y se ponga nuevamente en marcha hacia el norte. “Sí, el camino es peligroso”, se le escapa entre dientes. Como para darse ánimos a sí mismo, levanta la voz y asegura: “Y si me detienen, ¿qué me iba a pasar? ¿Me van a deportar, no?”.
En Todos Santos Cuchumatán hay miles de vecinos que residen o lo han hecho en EEUU. Según datos del Proyecto de Desarrollo Rural y Local (PDRL) elaborado en 2008, el 20% de los habitantes del municipio es emigrante. Según ese mismo informe, el 79% de sus hogares recibe remesa. Para intentar establecer un número, habría que cruzar estas cifras con la última proyección, la establecida para 2010 a partir del censo de 2002, que vaticinaba una población de más de 30.000 habitantes para la segunda década de este siglo. La mayor parte de ellas, por no decir todas, son parte de la comunidad mam.
Al margen de los datos, que son de difícil verificación teniendo en cuenta que los que abandonaron Todos Santos lo hicieron sin documentos, basta con poner un pie en una de las fiestas más populares de Guatemala para comprobar cómo, entre sus calles, conviven el culto al vecino del norte con una férrea defensa de la tradición. Tumbas decoradas con la bandera de EEUU junto a marimbas y trajes ancestrales que constituyen su único uniforme en el día a día. “Esto es lo que hacían nuestros abuelos”, reiteran muchos de los jinetes, antes de subirse a lomos de caballos que a duras penas controlan. Es como si, conscientes de que la historia del municipio se ha ligado irremediablemente al trabajo en el exterior, sus vecinos se aferren a sus esencias, aunque solo sea mientras esperan al próximo grupo de jóvenes que pone rumbo al Norte.
“Los primeros que emigraron lo hicieron a consecuencia del conflicto armado”. Juan (en este caso, sin apellido) es uno de los pocos vecinos que nunca marchó a EEUU. Y eso que no lo parece, a juzgar por su característico bigote. Mientras almuerza, asegura que fue en los años 80, en tiempos de masacres perpetradas por los militares y con Guatemala convertida en un paria a nivel internacional, cuando comenzó el éxodo. Según explica, en aquel entonces Washington era generoso con los papeles, los permisos y las visas. La firma de los acuerdos de paz, en 1996, no mejoró las condiciones económicas de sus pobladores. Así que lo que comenzó con una forma de escapar de la violencia se generalizó. En el fondo, también se trataba de huir de la violencia, aunque tuviera otra forma. Lo que Juan no es capaz de explicar es por qué la mayor parte de los habitantes de Todos Santos eligieron Oakland, diez kilómetros al sur de San Francisco, en California, como destino. La lógica dice que el amigo de un amigo llamó a otro amigo. Otras voces aseguran que, si bien esta lógica tiene su parte de razón, el carácter más liberal de California ha atraído a guatemaltecos de otras latitudes por una sencilla razón: es más fácil obtener la residencia y, con ella, un permiso para regresar a casa.
La leyenda que explica el origen de los caballos
Dice la leyenda que Pedro de Alvarado, uno de esos tipos que llegó desde España para conquistar Guatemala, enterraba a los caballos para ocultar su carácter mortal. Que a la población indígena le estaba vetado el uso de estos animales. Que no fue hasta una revuelta cuando, quienes habían sido convertidos en esclavos, aprendieron a montar, dando origen a esta fiesta, que conmemora una victoria contra los españoles. Así lo relata, al menos, Edgar Figueroa Jiménez, que observa a los jinetes desde un pequeño porche en el que se compran cervezas a Q 10. Ni él ni sus primos disponen de los fondos para engalanarse con el colorido traje tradicional que señala a los jinetes que encabezan las carreras. Según explican, el primer capitán de cada cuadrilla (hay nueve en Todos Santos), llega a desembolsar entre Q 30.000 y Q 40.000. Ahí entra comida para todos, los trajes y, por supuesto, el uso del caballo. Los precios van bajando conforme avanza la jornada y, a última hora, cualquiera que se atreva pueda aventurarse a dar una de esas vueltas adrenalínicas.
Un apunte: aunque se diga que lo que se desarrolla entre las ocho de la mañana y las cuatro de la tarde del 1 de noviembre en Todos Santos Cuchumatán son carreras, nadie pretende ganar nada. De lo que se trata es de subirse al caballo, agarrarse lo mejor posible y mantenerse en pie durante el trayecto de ida y vuelta que no supera el kilómetro y medio. La tradición dice que si alguien muere en el festejo, es año de buena cosecha. Si esta máxima se cumpliese, los campos cercanos al municipio estarían deshechos. Nadie ha fallecido en los últimos cinco años.
Regresando al aporte económico, obviamente, son los que llegan desde EEUU los que entregan la mayor parte de fondos para que la fiesta salga adelante. Alguien podría pensar que resulta paradójico que lo que comenzó como una celebración de la victoria contra la Conquista termine siendo pagada por quienes se vieron obligados a marchar al vecino rico, que en los últimos dos siglos ha desempeñado el papel del conquistador, y ahora regresan con ansias de demostrar su éxito, su nuevo poderío y estatus. De que lo lograron: domaron a la bestia, conquistaron al conquistador.
“Se necesita dinero para participar. Tienes que comprar ropa, comida y el caballo”, asegura Rufino Cruz, vecino del municipio, mientras observa la marimba en la casa de los Mendoza. Aunque existen nueve cuadrillas, los Mendoza y los Jiménez son algo así como los Capuleto y los Montesco de Todos Santos, aunque sin el destino trágico de los personajes de Shakespeare. Son las familias más conocidas las que organizan las marimbas que concentran más gente. Sus parientes que regresan son los que abonan la fiesta.
“Allá hay más oportunidades para vivir. Aquí somos muy pobres desde que los españoles nos quitaron las tierras fértiles y tuvimos que vivir en tierras escarpadas”, asegura Valentín Jiménez, que ejerce como primer capitán en su cuadrilla, por lo que lleva ya varias vueltas en caballo, lo que le ha dejado exhausto. El área de Todos Santos Cuchumatán, ubicada a más de 2.500 metros de altura y a la que solo se accede a través de un camino sinuoso, tiene dificultades obvias a la hora de desarrollar agricultura o comercio. Jiménez tampoco tiene mucho tiempo de entrar en discusiones sobre la situación económica. Explica que él regresa cada dos o tres años, que trabaja en el campo en EEUU y que, disculpa, tiene que marcharse, que lleva toda la noche tocando marimba y no tiene el cuerpo para conversaciones filosóficas. A su alrededor pasa algún jinete al que se lleva como si se tratase del Cid Campeador, el héroe castellano del que la propaganda dice ganó una batalla después de muerto; y es cierto que el jinete que atraviesa la zona lo hace como derrumbado sobre el corcel, pero con un aire menos legendario. Envuelto en un aura, sí, pero etílica.
La mayor parte de los retornados a Todos Santos son personas que marcharon como “mojados”, como ellas mismas dicen, pero regresaron con papeles de residencia. La imagen del éxito. Es el caso de Lionel Pablo, de 28 años, que se prepara para correr por primera vez en su vida. Un tatuaje en su mano izquierda con la inscripción “California” delata cuál es su origen y su destino. Trabaja en el campo, como muchos de sus vecinos, y viene a lucir orgulloso el traje especial de los que abren la carrera. Asegura que no tiene miedo, que está deseoso de verse sobre el caballo. Junto a él, sin separarse, su padre, Vicente Pablo, que ejerce de consejero. No en vano, ha corrido hasta en nueve ocasiones.
Horas después, con la marimba de los Mendoza convertida en una especie de rave con música tradicional, Pablo seguirá girando sobre sí mismo, con su traje sorprendentemente impoluto. Esto también es parte de la celebración y resulta sorprendente los paralelismos que pueden encontrarse entre la casa de los Mendoza y una “free party” en Berlín.
Pero no todo aquí es exaltación del éxito. Hay otras historias. Faustino Pérez, por ejemplo, explica que su hijo reside en EEUU pero que lleva años sin poder venir. Sus cuñados sí, ellos pudieron, porque tienen papeles. Echa de menos a su hijo. “La gente de aquí es muy trabajadora y por eso se marcha al norte. Así pueden aportar”, asegura. La ausencia está también en observar a los otros y pensar que, quizás, el año que viene sea tu familiar el que regresa con la maleta cargada.
Existe otro elemento, que no se menciona aunque está presente. Es el que no lo consiguió. O el que lo logró pero fue expulsado. Cada vez son más. Charly (“Me llamo Carlos Martín, pero llámame en inglés”) es uno de ellos. Fue deportado hace unos años y todavía no ha emprendido el camino de regreso. Asegura que volverá a intentarlo. “Donald Trump no puede poner una barrera en toda la frontera”, argumenta, con una risa nerviosa y sin dejar de fumar. Habla sobre su primo, que nació en EEUU, que tiene ciudadanía y que, fíjese, “ni siquiera habla mam”. Para Charly, el vecino del norte es una Ítaca con la que comparar cualquier otro destino del mundo. Todo se mide en dólares. O en la equivalencia de las monedas locales a los dólares. A su lado, en la marimba de los Jiménez, entre las milpas, unos invitados ilustres llegan y son agasajados por los anfitriones. Hay decenas de personas, la cerveza fluye, y en el centro de atención se encuentran aquellos que pudieron pagarla. Los hijos pródigos de Todos Santos Cuchumatán que regresan de EEUU para demostrar que hay futuro al otro lado de la frontera. Un modelo que deslumbra pero que, como en cualquier proceso migratorio, suele olvidar explicar las penurias que acompañan al camino.
El cementerio, el lugar que congrega toda la actividad el 2 de noviembre, no distingue de éxitos y fracasos. Al final, como dice José Arcadio Buendía en “Cien años de soledad”, “uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo la tierra”. Recordemos que esto es Todos Santos Cuchumatán, que el 1 de noviembre es el día de los muertos y que el camposanto acoge a los hijos del municipio independientemente de que lograsen, o no, el éxito. Aunque los finados también se llevan hasta la tumba la marca de su último destino. Es habitual ver banderas de EEUU o México decorando las lápidas de aquellos que perecieron sin haber puesto un pie por última vez en el municipio que les vio nacer. Las enseñas señalan el lugar de la muerte. Pueden ser aquellos que llegaban con remesas, podían permitirse un caballo en condiciones y, simplemente, les llegó su hora a cientos de kilómetros. En sus tumbas, las barras y estrellas. También, los que se quedaron por el camino, en tierra de nadie, sin llegar a cruzar la frontera con EEUU. En su caso, sus lápidas vienen marcadas con el verde, el blanco y el rojo de la bandera mexicana.
No es momento de pensar en el “omni mors aequat”, o “la muerte lo iguala todo”. Es 2 de noviembre y las marimbas suenan sobre algunas tumbas, como si fuesen escenarios de cemento específicos para cada familia. Y dos tipos se dan la mano mirándose a los ojos, con la entrega de la cuarta cerveza. Y otra gente charla, como si su argumento fuese a descubrir el eslabón perdido de la piedra filosofal. Otros bailan, o al menos lo intentan. Algunos, incluso, se pelean. Ya habrá tiempo de hacer las maletas. En Todos Santos Cuchumatán llevan tres décadas haciéndolas.