Uno de los eventos mundiales más relevantes hoy en día es el notable incremento de los flujos migratorios en todo el planeta. De esa cuenta, hemos visto en los últimos días un éxodo de sirios, iraquíes y afganos, entre otros, que huyen de la violencia, la guerra y las condiciones de extrema pobreza en sus países de origen y tratan de internarse en territorio europeo. El 2 de septiembre, el mundo se estremeció ante las imágenes del niño Alan Kurdi sin vida, como durmiendo, sobre la costa turca, ahogado en el intento de sus padres por llevarlo a la isla de Kos en busca de una mejor calidad de vida. La idea del dolor que el padre debe de haber sentido al perder a su hijo, a la madre de este y a otros familiares, además de la sensación de que no se puede hacer nada ante esta tragedia, deberían hacernos ruido a todos a nivel mundial.
Al mismo tiempo vemos noticias en las que destaca la iniciativa del Gobierno húngaro de construir un muro y de establecer serios controles para el uso de trenes internacionales, lo cual dejaría varados a miles y miles de migrantes que cruzan por esa zona, familias completas que claramente no son bien recibidas en la Unión Europea, que hasta el momento no implementa acciones claras y concretas para abordar la tremenda oleada de inmigrantes que en los últimos días ha llegado a sus territorios.
Mientras tanto, de este lado del mundo, un histriónico precandidato lanza acaloradas y hasta descabelladas declaraciones acerca de los inmigrantes latinoamericanos en Estados Unidos, propone —como oferta de campaña— el fortalecimiento de un muro entre México y Estados Unidos y aduce múltiples beneficios para la hegemonía estadounidense en medio de un discurso cargado de ideas sobre la supremacía blanca y con referencias al «daño» que la migración ha provocado en su país (sin recordar que él también proviene de una familia migrante y sin reconocer la enorme contribución de la migración a su país y la historia de esta en dicho territorio).
A la vez verificamos la militarización de la frontera sur entre México y Guatemala como una estrategia de seguridad regional que responde al deseo de convertirnos, junto con ese país, en Estados tapón para la migración de centroamericanos hacia el Norte. De este modo, salvadoreños, hondureños, nicaragüenses, sudamericanos y extracontinentales en tránsito hacia Estados Unidos encuentran cada vez mayores dificultades y están expuestos a mayores peligros y violencias a su paso por esta región.
Siempre en el continente americano, también encontramos las graves violaciones de derechos humanos a las que han sido sometidos los habitantes de las zonas transfronterizas entre Colombia y Venezuela bajo argumentos nacionalistas poco sensatos.
Todo esto en conjunto me hace pensar que en realidad el mundo es de locos. En esencia, son las mismas dinámicas bélicas, hegemónicas, neoliberales las que expolian los territorios, los empobrecen y sumen a sus poblaciones en profundas desigualdades y exclusiones que generan todo tipo de violencia y que al mismo tiempo son el motor de las migraciones. La migración internacional se ha convertido en un elemento indispensable para la concentración de los grandes capitales mundiales, que se nutren de este fenómeno al contar con mano de obra barata y desprotegida, a la cual es más fácil explotar y que con su trabajo permite la consolidación de los grandes poderes político-económicos en el mundo.
De manera paralela, los Estados y sus Gobiernos reaccionan con discursos y acciones de doble moral. Se habla de repatriados cuando son deportados o de asegurados cuando están detenidos sin haber cometido ningún delito.
¿Qué le paso a la humanidad? ¿Cuándo dejamos de sentir y expresar la solidaridad para con el prójimo? Y más inquietante aún, ¿qué nos espera?
Parece que la locura sigue aumentando en el panorama internacional, que seguiremos observando con mayor frecuencia cómo las mismas acciones de las grandes hegemonías empobrecen al mundo y «jalan»[1] a los migrantes a sus territorios, todo ello en una especie de implosión que reconfigura las lógicas de los Estados y de los Gobiernos y convierte las distintas formas de violencia en un elemento de escala internacional ante el cual no existen abordajes pertinentes mientras los países más poderosos sigan estableciendo lo que ya Eduardo Galeano llamaba «el orden criminal del mundo», caracterizado por la desigualdad, la violencia y la explotación.
[1] Teoría push-pull (atracción-repulsión) de Everett S. Lee.
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