Las marcas que dejan esas horas metidas entre las páginas de la última novela que nos atrapaba son invisibles, salvo para aquellos que las saben reconocer. Entre mis amigos leemos y nos vemos las letras detrás de los ojos cuando hablamos de nuestro pasatiempo favorito. Aunque llamarlo pasatiempo a veces es no otorgarle el lugar adecuado. Cualquiera diría que es obsesión.
La humanidad avanza porque sabe contarse historias. De lo primero que dejamos huella en las cavernas fue de cómo cazábamos. Imagínense los dibujos que hemos encontrado tanto tiempo después, iluminados con la luz en movimiento de una fogata y que bien parecería que se mueven. Y al cuentahistorias acompañando con su mano frágil a los animales saltando entre la luz y la sombra, hablando de cómo el padre del padre del padre cazó a uno de ellos. O cómo murió. De esos recuerdos comunitarios se desarrollan los universales, porque del padre del padre pasamos a buscar el origen primario y surgieron nuestros mitos, siempre pasados de boca a oídos atentos. Hasta allí, compartir la historia era una experiencia entre una familia, una tribu. Los que tienen la misma versión de los hechos tienen una misma cosmovisión, y eso cohesiona.
El rompimiento de lo comunal vino en el momento en que la primera persona se llevó una historia para leer por su cuenta. Dejó de pasar el filtro de alguien más y pudo absorber las palabras de forma directa. Las ideas comunes se vuelven individuales y hasta después de integrarse se pueden presentar ante los demás.
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Ahora leemos por nuestra cuenta, muy rara vez en común de manera voluntaria y menos aún en voz alta. Las lecturas obligatorias del colegio poco conducen a un hábito prolongado y entusiasta, menos aún con los libros anticuados que se deben leer. Nuestras tribus están guardadas en las repisas que seguimos llenando porque no podemos contenernos. Encontramos lugares a dónde pertenecer cuando otra persona nos dice que también leyó ese libro oscuro de un autor australiano que nos impactó cuando éramos adolescentes y que no volvimos a conseguir jamás. Allí está muchas veces el grupo con el que compartimos cosmovisiones, aun cuando estas son ficticias.
La Filgua es la hoguera que nos reúne a los que leemos. Los que la organizan son invocadores de una magia antigua y poderosa: la de las historias. Hoy, que es el último día, pasen a caminar entre los stands y se encontrarán que están en medio del universo.
Borges escribía acerca de libros y bibliotecas sin fin y de la posibilidad de encontrar el libro en donde está escrita la historia propia. Creo que eso del libro específico es otro truco del argentino. La historia de cada uno se puede encontrar en cualquier libro. Solo es necesario que una frase resuene en nuestra mente y nos haga pensar o nos saque de nuestra realidad entreteniéndonos o que un poema nos haga decir que sí, que así nos sentimos, para vernos entre páginas que han escrito otras personas.
Para cuando salga publicada esta columna yo ya habré ido a sentir la tristeza que invade a quien sabe que la vida no le alcanza para leer todo lo que quiere. Me habré comprado dulces mexicanos que luego comeré con cargo de conciencia (por favor, compren limones rellenos de coco) y regresaré con un par de adiciones a la repisa de los libros por leer, que, extrañamente, nunca deja de estar llena. Espero que ustedes también puedan pasearse entre el infinito, pero vayan hoy porque regresa hasta dentro de un año.
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