El comedor se parece a cualquier comedor. Yo vengo porque en el menú ofrecen para el desayuno chorizo argentino. Es un local con seis mesas de pino y sus respectivos bancos. Son mesas para cuatro personas. Hay una pareja cuarentona y un viejo que lee por enésima vez las mismas noticias en la misma edición sabatina. Estamos yo y otra pareja un poco más joven. Estos últimos parecen ser los únicos que tienen prisa por terminar de comer. No se hablan.
Las paredes están decoradas con unos cuadritos recubiertos con pintura negra de pizarrón. En el centro de los cuadritos hay fotos de lugares históricos: una de la torre Eiffel, otra que dice ser la primera fotografía tomada en algún siglo anterior. Eso dice el rótulo escrito a mano con tiza blanca. La mayoría son fotos viejas, de cómo era esta ciudad. Mi memoria no me alcanzó para registrar los lugares y los años anotados, pero sí se me quedó grabado el sepia de la impresión en papel bond. La gravedad ya hace lo suyo con los bordes de las fotos.
En una de las esquinas hay una librera, también de pino. Hay revistas, ediciones pasadas de periódicos, una grabadora, un televisor. Tomo el ejemplar de un periódico esperando que el viejo deje de leer las noticias de hoy. Parece que las leyera para memorizarlas. La radio sintoniza la Fabuestéreo hasta que una mesera le baja el volumen por completo. Han entrado dos chicos que se parecen mucho a los que venden en la vecindad.
Él lleva una guitarra y ella una pandereta. La chica habla con la cajera, que también parece ser la dueña. Obtiene el permiso necesario para tocar. Por eso la mesera apagó la radio. Los chicos se paran de espaldas a la librera y frente a las mesas. Tocan. No sé si es la guitarra, la pandereta o la voz de la chica, pero habría preferido enterarme de las ofertas pasadas de otra manera. Los chicos intentaron hacer su propia versión de Selene, aquella mítica canción que más de alguna vez canté a todo pulmón.
Terminan de cantar, y la chica agradece la ayuda que les podamos dar. El viejo que memoriza noticias le da un billete de cinco quetzales sin levantar la mirada del periódico. La otra pareja se retiró a mitad de la canción. Ese tipo de sensatez que solo a veces cohabita en el silencio.
El tipo cuarentón les da un billete de a veinte y les pide que toquen otra. El chico explica que por el momento esa canción es la única que les sale bien. Le muestra su guitarra con tan solo cuatro cuerdas y le dice que, si estuviera completa, otra historia cantaría. Acaban de cantar con una pandereta y una guitarra incompleta. Quizá por eso aquello sonó como sonó.
Ojalá los chicos pronto consigan las cuerdas faltantes. Después de todo, en esta ciudad de muros derruidos, no hay nada como un deseo y no tener las herramientas suficientes para que todo se vuelva frustración. Los chicos siguieron su rumbo. La mesera encendió de nuevo la radio y trajo mi desayuno con chorizo argentino. Cuando me fui, el viejo seguía leyendo las mismas noticias.
Para los patojos.
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