Nací, viví y estudié en la capital cuatro días a la semana. Tuve la suerte de que nos veníamos con mi papá los viernes al medio día. Algunas veces, cuando daba clases por la noche en la Facultad de Ciencias Económicas, nos veníamos el sábado por la mañana. En ese tiempo no había energía eléctrica en la casa y pasábamos las noches en familia con luz de candelas o alrededor de la chimenea. A veces papá encendía un generador, teníamos una televisión blanco y negro que usábamos para vacaciones pero solo se podía ver, entrecortado y con mucha estática, el canal dos de El Salvador.
De esa cuenta —sumado a que en mi casa había un estudio repleto de libros y que mi papá me regalaba libros infantiles como premio al aprobar el ciclo escolar—, es que para mi leer era un obsequio. En lugar de estar en kermesses o repasos, pasé los días leyendo en medio de aves del bosque y las noches iluminada por velas. Leía hasta caminando y era maravilloso.
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Estoy convencida de que las niñas y niños lectores de comunidades tienen un escenario parecido, lejos de redes sociales, centros comerciales, cines y demás ventajas de la civilización moderna. Por eso es que los patojos acá leen. Leen bien y leen mucho. En la biblioteca, desde donde centralizamos nuestras actividades, hacemos multiples esfuerzos por promover la lectura con estimulación del pensamiento crítico. En nuestra historia contamos con diversidad de actividades pemanentes como sesiones de comprensión de lectura —donde discutimos el libro de manera personal—, videolectores, donde discutían el libro de forma remota con lectores de otras partes del país, foros de discusión y viajes de lectores.
Para el inicio de la pandemia cada que me encontraba con una lectora o lector, me suplicaba que le diera permiso de ir a la biblioteca a traer libros. Como aun no había vacunas y estábamos encerrados, una compañera sugirió que implementáramos una brigada de voluntarios. Salíamos a hacer visitas domiciliares con todas las medidas. Armados de gel, libros desinfectados en cuarentena, guantes, mascarillas y caretas, íbamos de casa en casa. Cada día un sector diferente. Las familias nos recibían con una mesa en la puerta, donde colocábamos los libros y nos alejábamos. Las niñas y niños lectores elegían los libros para esa semana y hasta las mamás terminaron leyendo.
Cada semana nos estaban esperando. Cuando llegábamos a una cuadra, se divisaban desde la esquina en todas las puertas de las casas, las mesitas elegantemente vestidas con mantel y un vaso de atol, una fruta o un pan para nosotros. En un pueblo donde un plato de comida es un lujo y que siete de cada diez niños pasan a veces el día sin tenerlo, ofrecer alimentos a otra persona es uno de los gestos de más alta estima. Una vez me encontré a una señora que me dijo que se había asustado al salir de su casa y ver todas las mesitas en las puertas de su cuadra. «Pensé que venía el Santísimo y yo no había puesto mi ofrenda».
Las niñas y niños leen con gusto porque un libro les abre las puertas a otros mundos, se entretienen mientras adquieren múltiples habilidades para la vida, que a todo lector experimentado le pueden parecer normales, pero que para la niñez rural son tan extrañas porque a ellos o a sus padres nadie les habló al respecto. Las cargas emocionales derivadas de la pobreza que llevan a cuestas las personas en areas rurales, son muchas veces más pesadas que la carga de leña que desde niños aprenden a conseguir y trasladar. Las marcas del hambre y la miseria son mas profundas que las que les deja el mecapal en la frente.
Este año, luego de dos años de pandemia, vuelven nuestros viajes de lectores en los que premiamos su perseverancia con un viaje a la Feria Internacional de la Lectura —donde comprarán su primer libro nuevo—, e invitamos a parques, cines y restaurantes a quienes han leído con regularidad en los últimos dos años.
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