Nunca debemos olvidar que el origen del constitucionalismo fue la limitación del poder de los gobernantes y el reconocimiento de los derechos humanos que garantizan las libertades civiles. Necesitamos recordarlo en estos días cuando la Corte de Constitucionalidad ha perdido el rumbo. Al dejar vacante sus funciones, ha permitido una anomalía atroz: que el MP se convierta en una institución todopoderosa que amenaza, sin freno, no solamente las libertades esenciales, sino también la soberanía misma del pueblo que se expresa de manera incontestable en el derecho a elegir gobernantes.
Para preservar una democracia, hay tres garantías que no son negociables: la libertad de expresión, la libertad de manifestación y el derecho a la resistencia. Y es quizá esta última la que sirve de corolario a todos los demás derechos ciudadanos. Pues, cuando el sistema falla de manera estrepitosa, quien debe reconducirlo a su lugar es el propio pueblo por medio de la resistencia. Cuando la institucionalidad del Estado deja de servir para preservar el orden constitucional, el pueblo debe resistir. Porque el Estado no se constituye para beneficio de los funcionarios pasajeros. Se constituye para la realización del bien común.
En Guatemala, la corrupción de los tres poderes ha llevado al Estado a su propio colapso. Solamente queda un maquillaje de institucionalidad. La oportunidad que tenemos frente a nosotros es apostarle al gobierno electo de manera legítima que ha manifestado la voluntad política de abandonar el esquema corrupto. Esta transición puede ser el inicio de una necesaria reconfiguración del país en el cual todos los sectores deben participar, porque la alternativa al colapso de la institucionalidad es el caos, o el autoritarismo.
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La disyuntiva de Guatemala en este momento histórico es defender la mínima victoria democrática obtenida en la pasada elección o, permitir que nos arrebaten esa oportunidad. Este segundo escenario implica entregarnos al imperio de las mafias, sin garantías constitucionales y un futuro oscuro donde se vislumbran pocas opciones pacíficas de salida.
Con la elección de Bernardo Arévalo se abrió la posibilidad de iniciar una depuración del Estado que será compleja y tortuosa, pero que nos llevará por el camino correcto. Esto no le conviene a los grupos que, al ritmo de sus intereses, nos han conducido a una crisis profunda. Para ellos, resulta imperativo hallar una fórmula que les asegure sobrevivencia e impunidad, aunque para lograrlo tengan que hundir a Guatemala.
No podemos ahogarnos en las inmensas olas de desinformación que han replicado un ejército de actores con pocos alcances éticos y nulo sentimiento patrio. Lo que subyace a los esquemas del MP (los que hasta la fecha se han manifestado y los que puedan revelarse en los próximos días), es una estrategia fraguada de manera perversa, un plan, ya que quienes nos gobiernan no pueden permitirse la llegada al ejecutivo de un presidente que no es de los suyos. Sería un elemento disruptor de sus dinámicas, podría fisurar o incluso quebrar el famoso “pacto” que los ha mantenido unidos de manera lapidaria.
Para evitar que asuma el poder, están dispuestos a romper con el orden constitucional. Lo hacen aparentando legalidad, pero no dudarán en acudir a otros medios si fracasan. Y después, ¿qué? ¿La asunción de un gobernante transitorio? ¿Cuál sería su respaldo? ¿Qué país en el mundo le daría su reconocimiento? ¿Cuáles y cuántas sanciones internacionales nos aplicarían como país? ¿Cuánto esfuerzo nos tomaría volver a la institucionalidad?
El plan no parece contemplar soluciones a ese después tenebroso. Guatemala quedaría al garete, en medio del naufragio del proyecto constitucional inaugurado en 1985, luego de un conflicto tan largo y que costó demasiadas vidas. Nosotros, los ciudadanos, quedamos sin garantías ante la previsible represión, con un fracaso rotundo entre las manos y un futuro incierto.
Ante este panorama, la resistencia no solamente es un camino legítimo, sino necesario. Los propios órganos del Estado encargados de defender la institucionalidad quieren dinamitarla. Y solamente queda el pueblo para defenderse, hallar un camino para resguardar la esperanza del bien común, de la paz y de la libertad. La gente que protesta está peleando por la sobrevivencia.
Ciertamente estamos frente a una crisis de grandes dimensiones. Pero no podemos tener una mente tan limitada que pueda culpar a los bloqueos de las carreteras, o al ejercicio de otras formas de manifestación. La crisis tiene causas profundas, pues el Estado ha dejado de lado el cumplimiento de sus funciones para convertirse, exclusivamente, en medio de enriquecimiento ilícito para las mafias.
Esto había que pararlo. El momento llegó y se hizo de manera ejemplar: eligiendo a un hombre decente para la presidencia. No pueden arrebatarle al pueblo esa victoria sin que haya consecuencias, porque más allá de una cuestión ideológica o partidaria, se trata de la defensa de la democracia y del rescate de la función pública. Los bloqueos, las manifestaciones, en sus formas diversas, son en defensa del más esencial de los principios democráticos: es el pueblo quien elige a sus gobernantes. Y, en este caso, es también el pueblo quien ha elegido cambiar el rumbo corrompido y deslegitimado del Estado.
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Si bien los bloqueos y las protestas no han tenido el efecto de lograr la renuncia de Consuelo Porras y del personal de la Fiscalía contra la Impunidad, no podemos obviar que lograron algo muy importante: detener la ejecución de los planes golpistas. Detener estos planes resulta de vital importancia y por eso, todos los sectores de la sociedad deben unirse en ese propósito.
Resulta evidente que evitar el rompimiento del orden constitucional es la principal motivación que han tenido hasta hoy las protestas públicas. No van a detenerse con la represión. Por el contrario, si se continúa dando muestras de que la estrategia fraguada avanza, el pueblo se levantará con resultados imprevisibles. A pesar del riesgo evidente de caer en la ingobernabilidad, las autoridades se muestran implacables en su determinación de continuar en el camino equivocado. Las cortes tampoco ofrecen salidas institucionales. Se agotó de sobra ese camino.
La presión internacional, particularmente de Estados Unidos, ha sido muy firme en defender la toma de posesión del presidente electo. Sobre Guatemala, pende de un hilo la posibilidad de que la OEA invoque la Carta Democrática Interamericana con consecuencias funestas para el país. No cabe duda de que otros países tomarían medidas semejantes.
Para evitar los escenarios más extremos, los ciudadanos no podemos dividirnos. Debemos tender puentes de diálogo y llegar a consensos que nos permitan ejercer con toda la fuerza de la unidad nacional el derecho de resistencia frente a la amenaza que se cierne sobre nuestro futuro. Confluir en el consenso de que para Guatemala no existe ninguna otra opción aceptable más que vivir en democracia. Y que el presupuesto para lograrlo es que el presidente electo, Bernardo Arévalo, asuma el 14 de enero. Esta es la única salida aceptable para una crisis que no ha sido causada por los ciudadanos, sino por un grupo delincuencial organizado para no entregar el poder político. Tengámoslo claro: para ellos, destrozar Guatemala es el menor de los males.