Uno cree que lo ha experimentado, que lo conoce, que sabe cómo es, cómo funciona, cómo se ve, pero no es así, o al menos no para mí. Tal vez sea algo que se aprende. Si es así, debo reconocer que nadie me enseñó. Probablemente, las personas que debían amarme y enseñarme sobre el amor no pudieron hacerlo. Afortunadamente, hay gente que ha dedicado mucho tiempo de su vida a responder esta pregunta. Erich Fromm, por ejemplo, dijo que difícilmente existe una actividad, una empresa que se inicie con esperanzas y expectativas tan tremendas y, sin embargo, fracase con tanta frecuencia como el amor. Y esto es precisamente porque la mayoría de nosotros no hemos sido educados en esta materia. Pero hay algo más que para mí resulta iluminador: él dice que el amor es un rasgo de madurez, porque no es algo pasajero y mecánico, sino que es fruto de un aprendizaje.
Esto me hace pensar que hoy mismo daría cualquier cosa por haberlo aprendido antes, por no tener que haberlo hecho sola y por haber tenido menos dolores. Sin embargo, sé que es un ejercicio inútil rumiar lo que hubiera podido ser y no fue. Por eso solo hago esta pequeña observación al respecto, y quizá también porque decirlo es una oportunidad para liberarme, de algún modo, de lo vergonzoso que me resultan muchos comportamientos que he tenido derivados de la ignorancia. También me hace reconocer, o mejor dicho, valorar el camino que he recorrido para llegar a este momento, y me reconcilia con algo dentro de mí. Creo que fue Carl Jung (aunque no estoy muy segura) quien dijo alguna vez que, si no nos sentimos profundamente avergonzados regularmente por lo que somos, el viaje hacia el autoconocimiento no ha comenzado. Doy por hecho que se entiende que Jung se refiere con esto a una vergüenza que no resulta deshonrosa o humillante, sino a una suerte de reconocimiento profundo del ser.
Hace tiempo leí que Vincent van Gogh escribió en una de sus cartas que nada nos despierta tanto a la realidad de la vida como un amor verdadero. Recuerdo también que, en una carta muy hermosa, Heidegger dice que el amor es rico más allá de todas las demás experiencias humanas posibles y que, cuando amamos, nos convertimos en el otro y, sin embargo, seguimos siendo nosotros mismos. Una experiencia rica, sin duda, pero también, como dijo Rilke, la más difícil de todas nuestras tareas, la tarea última, la última prueba. El trabajo para el cual todos los demás trabajos no son más que preparación.
Y con cuánta razón hacía énfasis Rilke en la dificultad de amar, puesto que implica el hecho de velar cada uno por la soledad del otro. Pero qué fortuna poder hacerlo, porque es en esa soledad del otro en donde lo vemos manifestarse ante nosotros. Es ahí cuando lo descubrimos realmente, cuando lo sabemos vulnerable y desnudo. Es ahí donde mostramos nuestras heridas, es en nuestra soledad y en la soledad del otro donde comienza el reconocimiento y donde se encuentra el amor. Pero un amor que es, según Iris Murdoch, «la realización extremadamente difícil de que algo más que uno mismo es real». Es a partir de ese momento que nos convertimos en espectadores, en testigos uno del otro. Es esa vulnerabilidad la que nos protege; nuestro escudo es nuestra indefensión, y nuestra armadura es nuestra desnudez.
Octavio Paz se refiere al amor como «la llama doble». Dice que el amor es una apuesta, insensata, por la libertad. Pero no la propia, la ajena. Y con sus palabras dibuja en nuestra imaginación un nudo hecho de dos libertades entrelazadas. Dice también que el amor transforma a los sujetos en ese encuentro. Quizá es esa la transformación de la que habla Heidegger, ese «convertirse», y quizá esta apuesta por la libertad ajena es a lo que se refiere Rilke cuando dice «velar cada uno por la soledad del otro».
Muchos han hablado del amor y mucho se ha dicho y escrito al respecto. Pero Octavio Paz hace algo más que me parece muy importante: reconoce cuán precarias y esquivas son las ideas con las que intentamos explicar el amor. Nos deja ver la necesidad de aceptar que el lenguaje es deficiente para cumplir con tan difícil tarea. Y si el lenguaje resulta insuficiente y escaso para quienes, como él, lo dominan, cuánto más para alguien como yo, que aún no termina de aprender a hablar. Hay muchas cosas que todavía no sé cómo decir, otras tantas que todavía no sé cómo hacer. Por eso busco, indago, escarbo, aprendo.
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Todavía no tengo palabras propias para describir al amor, o quizá no me atrevo a hacerlo. Sé que estoy más cerca de lo que nunca he estado, sé que el amor está aquí, tengo intuiciones y aproximaciones. Lo he visto, lo he sentido, lo he hecho, lo he encontrado, lo he leído. Leí que el amor es la unión de dos seres sujetos al tiempo y a sus accidentes: el cambio, la enfermedad y la muerte, y que, aunque no nos salva del tiempo, le abre una grieta a través de la cual vislumbramos, en esta vida, la otra vida, una vida posible de vivir, una de vitalidad pura. Pienso en la fragilidad que representa estar sujeto al tiempo y a sus accidentes, y eso a veces me hunde. Pero lo que me hace recuperar la fuerza y el ánimo es que, precisamente antes del tiempo y sus accidentes, está la unión de dos seres; que el resto viene después, que estar unidos no nos salva del tiempo, pero sí abre una grieta, y una grieta en el tiempo puede ser una eternidad. Y yo deseo esa vida eterna, esa otra vida posible de vivir.
Rumi tiene un poema en el que dice: «Amémonos, vamos a querernos, antes de que nos perdamos el uno al otro» y, apelando a ese estado más alto del ser, que quiero creer es el mismo del que hablan Rilke y Heidegger, continúa el poema de manera desafiante diciendo: «Juega todo por amor, si eres un verdadero ser humano. La tibieza no llega a la majestad».
Sé que incluso entre los seres humanos más cercanos siguen existiendo distancias infinitas, pero también sé que si, cuando amo a alguien, logro amar también la distancia que hay entre nosotros, puedo ver a esa persona en su totalidad. Y con esto me refiero también a estar presente, en, con, y para esa persona. Hasta donde se sabe, la presencia, o dicho de otra manera, el prestar atención, puede transformarlo todo. Puede crear o destruir, pero nunca deja algo sin cambiar. Hay quienes dicen que el amor es un acto de atención pura, que es la calidad de atención que le prestamos a las cosas.
Hay un libro para niños en el que un niño deja su casa y sale al mundo para averiguar qué es el amor. «El amor es una casa» —le responde un carpintero— «martillas y sierras, y colocas todas las tablas. Se tambalea y cruje, y alteras tus planes. Pero al final, la cosa se mantiene de pie, se sostiene. Y vives en ella».
Italo Calvino hace una de las comparaciones más hermosas, sin duda. Propone que amar es como leer, pero no es una lectura lineal; la lectura que los amantes hacen del cuerpo del otro comienza en cualquier punto, se repite, retrocede, insiste.
Casi obligatoriamente y a propósito de lo que describe Italo Calvino, viene a mi mente cierto dramaturgo que dice que el amor tiene que ver con saber y ser conocido. Y recuerda cómo dejó de parecerle extraño que en griego la palabra saber/conocer se usara para hacer el amor. Es ese saber el que hace que los amantes confíen el uno en el otro. «Conocimiento del otro, no de la carne sino a través de la carne; conocimiento de uno mismo, del verdadero él, de la verdadera ella, in extremis, dejar que la máscara se deslice de la cara». También reflexiona sobre cómo tenemos muchas versiones de nosotros mismos que se ofrecen al público. Compartimos muchas cosas con los demás: vivacidad, pena, ira, alegría. Pero hay algo más allá, algo que solo se entrega al otro, un conocimiento final, que es al mismo tiempo el saber que somos conocidos. Y por último, repara en que se puede ser generoso con lo que se comparte con el mundo, lo que es de todos y no significa nada, pero el conocimiento es otra cosa. Es la carta sin repartir.
Intenté encontrar alguna manera de escribir esto que no fuera un cliché, pero las ideas son precarias y esquivas y el lenguaje es deficiente y escaso, y mucho más para alguien como yo, que aún no termina de aprender a hablar. Tengo que terminar diciendo que nunca he sabido realmente qué es el amor, hasta ahora. Hoy sé que el amor es esta casa que tambalea y cruje, y altera nuestros planes, pero al final se mantiene de pie y vivimos en ella.
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