El golpe asestado con la mano extendida por el defensa panameño Edgardo Fariña al delantero paraguayo Roque Caballero generó diversos comentarios, tanto por propinarlo por la espalda, como porque fue reacción a un insulto racista.
La polémica se dio en el segundo lapso del duelo de ida de la final entre Mixco y Municipal. Los pronunciamientos iniciales surgieron por el efecto «noqueador» de la cachetada, pues la asistencia médica trató al sudamericano como si un camión lo hubiera atropellado y desarmado la cabeza.
Aunque no hubo forma de establecer qué dijo Caballero, por el contexto y por el nivel de enojo con que actuó Fariña no es difícil concluir en que empleó palabras capaces de alterar la concentración del canalero. En ese sentido, es importante mencionar que en un enfrentamiento futbolístico se registran situaciones similares a las de otros momentos de convivencia.
Si a prácticas racistas vamos, es común observarlas en campos nacionales e internacionales. En estadios de las máximas ligas de Europa les toca sufrirlas a oriundos de África y América, con el brasileño Vinícius Júnior como la víctima principal.
Centrados en nuestro país, el pasaje Caballero-Fariña es una imagen propia del día-día, ya que lo mismo, incluso con mayor espontaneidad ocurre en calles y avenidas donde el congestionamiento de vehículos causa agresiones verbales cargadas de racismo. Por ello, muchas personas que censuraron la actitud del paraguayo tienen techo de cristal.
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De hecho, a diferencia de otras disciplinas deportivas en las que los márgenes de irregularidades son escasos, el racismo y la trampa están en los genes del balompié, y en no pocos casos, lamentablemente, hasta son aplaudidos. Por ejemplo, a propósito del manotazo y el exagerado auxilio armado por los paramédicos, en cada encuentro se producen simulaciones.
Y es que al mínimo contacto fortuito o intencional, es usual que el futbolista se revuelque y grite de desesperación cuando a veces apenas lo han rozado. En cambio, si un ciclista pierde el equilibrio cuando corre sobre una pista o una carretera, o cuando un beisbolista recibe el impacto de una pelota que viaja a un promedio de 145 kilómetros por hora, no lanzan alaridos, a pesar del dolor.
Más allá del circo, maroma y teatro con que el futbol desplaza a la lucha libre, en el rectángulo de juego también se engaña a la autoridad y estimulan anomalías que no son calificadas como tales, sino como «vivezas» o «picardías» celebradas por quienes se benefician, y repudiadas por quienes las padecen.
Otra comparación entre el balompié y la sociedad se suscita en el ámbito salarial. En nuestro entorno hay jugadores que ganan tanto o más que el presidente de la República, magistrados de la Corte de Constitucionalidad o directivos de la Comisión Nacional de Energía Eléctrica, por citar entidades públicas; por supuesto, también los hay que devengan poco más que el mínimo. Tampoco puede ignorarse que el balón rueda al ritmo de la evasión fiscal.
Respecto del racismo y discriminación sus raíces son históricas y persistentes a lo largo de los años. En América provienen de la Colonia y las 16 combinaciones definidas con la instauración del sistema de castas. En Sudáfrica se concibió el tristemente célebre apartheid; en Europa y Estados Unidos son dominantes. Por cierto, la mejor forma de combatirlos es con educación porque se asientan en la ignorancia. Vale anotar que el ser humano es uno y la ciencia ha comprobado que no hay supremacía étnica.
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