He visto a personas mayores y niños tener, por primera vez, la oportunidad de que un médico los escuche. Algunos adultos en comunidades remotas nunca fueron inscritos en el registro de personas, no poseen documento de identificación y prácticamente no existen para el Estado.
Una vez vino don Francisco, un adulto mayor; llegó para que le retiraran un tornillo que tenía encarnado en una placa metálica que le pusieron hace más de 30 años cuando sufrió un accidente; no había podido volver a recibir atención médica. Conocí a una chica diagnosticada con cáncer en el tobillo que necesitaba una amputación; su pareja la amenazó con abandonarla si le hacían el procedimiento y falleció.
Sé que la educación pública es precaria en comunidades rurales por un sinfín de factores inherentes a las dimensiones de la pobreza que he conocido desde mi trabajo. No puedo pretender que las personas comprendan sobre anatomía, nutrición y salud porque llevan varias generaciones con esta limitante, lo que implica que existen algunos docentes que tampoco dominan el tema.
Hay vacíos en salud pública, en el área rural la población está desamparada: los centros de salud no cuentan con suficientes profesionales, equipo adecuado o medicamentos para atender las necesidades. Eso hace que las personas a quienes se logra atender en las jornadas se sientan más que agradecidas.
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A veces, personas que participan en los distintos programas deciden llevar algo para darme en agradecimiento. Yo, aunque tengo los valores claros, navego en una dualidad ético emocional porque sé que recibir obsequios en labor comunitaria es igual a recibir coimas siendo funcionario. Pero también sé que las personas que menos tienen son las personas que más dan y esto me dificulta rechazar los gestos de cariñosa gratitud.
La semana pasada vino una señora de la tercera edad. Ella viaja desde Alta Verapaz, es viuda y sobrevive de la venta de deliciosos bocados que prepara personalmente con una sazón exquisita. Cuando viene a consulta, trae productos con la esperanza de vender algo y siempre quiere regalarme algún bocadillo. Me cuesta mucho decirle que no, porque culturalmente eso acá es tomado como un desaire.
Esta vez traía mantequilla de ajo y chile en escabeche. Me dijo que eligiera uno de los dos y le dije que quería ambos, pero que por favor me dejara pagarlos. Vi sus ojos humedecerse mientras me decía que no podía cobrarme. La conversación fue algo asī:
— Seño, le traje un chilito en escabeche del que tanto le gusta a su hijo.
— Gracias, doña Gladys. Usted es muy linda conmigo, pero quiero decirle que usted no tiene por qué regalarme sus productos tan ricos.
— ¿Cómo no? Si yo sé cómo ser agradecida y a mí me ha ayudado mucho venir por mi medicina, viera cómo me ha caído de bien.
— Claro, yo sé cuánto le ayuda y por eso es por lo que trabajo como voluntaria, para que usted pueda tener una mejor calidad de vida.
— Por favor, recíbamelo, en gratitud por su corazón tan bueno. ¿Cuál de los dos quiere?
— ¿Cuánto cuesta cada uno?
— El chile Q. 20.00 y la mantequilla Q. 15.00
— Hagamos algo: me quedo con los dos, pero si me deja que se los pague. Su mirada se endulzó y sus ojos se humedecieron… Se quedó ahí, por unos segundos, aguantando las ganas de llorar. No dijo nada.
— Por favor, le repetí, déjeme pagarle. Yo sé muy bien que con esto se mantiene. Si de verdad desea hacer algo por mí, por favor téngame en sus oraciones —. Una lágrima rodó por cada una de sus mejillas rosas, mientras me decía quedito:
— Gracias.
Nos abrazamos.
Ella se fue de vuelta a casa, feliz por su medicina y porque oraría por mí. Yo volví a casa feliz porque pude convencerla, recibir sus obsequios y ser agradecida sin el dilema ético que me cuesta manejar.
Algunos dicen que me involucro demasiado y probablemente tienen razón. Pero de algo estoy convencida: tengo conciencia social, el corazón satisfecho y la suerte de poder ofrecer amor y dignidad a quien más lo necesita.
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