La llegada al ejecutivo implica, en muchos casos, que los nuevos líderes se encuentran con las manos atadas. La institucionalidad, que debería servir como un marco de referencia para el ejercicio del poder, a menudo se convierte en una camisa de fuerza que limita la capacidad de acción de quienes gobiernan. Esto puede interpretarse como un mecanismo positivo, al impedir que el poder se ejerza de manera arbitraria y discrecional. Sin embargo, esta misma institucionalidad puede derivar en una dictadura institucional cuando las estructuras y normas establecidas responden a los intereses de aquellos que ya concentran el poder.
La paradoja radica en que, mientras se busca proteger la democracia y el estado de derecho, las instituciones pueden ser manipuladas o utilizadas de manera indebida para preservar el statu quo y perpetuar el control por parte de las elites. Así, la institucionalidad, lejos de erigirse como un baluarte de la justicia y la equidad, se convierte en un instrumento de opresión que limita la capacidad de los líderes para implementar cambios significativos.
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Es crucial, por tanto, reflexionar sobre cómo se pueden fortalecer las instituciones para que realmente sirvan al interés público y no a los intereses de unos pocos. La clave está en encontrar un equilibrio que permita a los gobernantes ejercer su liderazgo de manera efectiva, sin caer en el abuso de poder, y al mismo tiempo garantizar que las instituciones sean verdaderamente representativas y responsables ante la ciudadanía. Es decir, legítimas alrededor del demos. La población aceptará al poder delegado en quien gobierne esas instituciones siempre que responda a las demandas de la ciudadanía y sus decisiones sean justas, orientadas al bienestar común, acorde a la realidad que vive la mayoría.
En Guatemala, estas mayorías permanecen excluidas de una ecuación de prosperidad y acceso al poder. El deterioro del Desarrolllo Humano, Ecologico y Social producto de la discriminación histórica en particulares grupos humanos y estratos de la población es evidente cuando se evalúa a través de diversas métricas. Por ello, las acciones encaminadas a revertir ese deterioro deben ser significativas y estructurales.
En conclusión, la institucionalidad es un elemento fundamental en la gobernanza, pero su efectividad depende de su capacidad para adaptarse y responder a las necesidades de la sociedad en su conjunto. De lo contrario, corre el riesgo de transformarse en un mecanismo de control al servicio de quienes ya detentan el poder.
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