Lo surrealista del caso, y que es parte de la cultura de hacer negocios en el país, es que tal racimo de empresas incluyen a un mismo representante legal y socio, residente en Belice. Además, fueron constituídas por un solo notario. El modus operandi, según la interesante nota de Hernán Guerra y Gustavo Villagrán, era comprarse y venderse entre ellas, para reportar nulos pagos de Impuesto sobre la Renta y del Valor Agregado.
Entre 2021 y 2023 el grupo habría facturado unos Q5,730 millones, asimismo, se estableció que la acumulación de capital venía de negocios de proveeduría y de adquisiciones del Estado. Se consignaban incluso direcciones falsas de los contribuyentes. También se detectó «la clonación de datos de establecimientos comerciales, declaraciones con costos y crédito fiscal reportados por importaciones a nombre de terceros, transferencias del código de autorización a nombre de otro contribuyente y constancias de adquisición de insumos recibidos (servicios prestados a transportistas)». Todo ello, según la nota que se comenta.
El pasado jueves 16 de julio escribimos una columna en este medio titulada Formalidad Informal, Paraísos Fiscales y Tributación. En ella se aborda un tema pertinente para comenzar a estilizar lo que hoy acontece con una red de grupos aparentemente formales, que incluso están bien calificados en el Registro General de Adquisiciones del Estado (RGAE), pero se acompañan de empresas de cartón y fuera de plaza para esconder utilidades en Belice.
Si queremos ir al meollo de la cuestión, y no solo andar por las ramas de los legalismos tradicionales de esta región, esperando que los anónimos tatascanes de diversas mafias se acerquen a pagar lo defraudado —lo cual la SAT está obligada a exigir—, debemos encumbrar un diálogo tributario y fiscal de calidad en la Guatemala de hoy. Debemos, al menos, estudiar cómo opera esa íntima dialéctica entre grandes sociedades anónimas y sus holdings empresariales, tanto al interior de las finanzas públicas como en círculos gremiales y académicos, basados en Panamá, las Islas Caimán y, ahora sabemos que también, en el vecino Belice.
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Para entenderlo bien, debemos abarcar también la política económica heredada de los últimos años, recargada con incentivos fiscales por doquier. Esta política incluye a empresas que se bifurcan en muchas otras, recibiendo sus principales facturaciones en territorios fuera de plaza, como en exóticas islas caribeñas, pero que pagan a sus trabajadores e insumos, como la luz y la electricidad, a través de otro entramado de sociedades anónimas. Estas, las más encopetadas, son manejadas por bufetes de postín que, a la larga, son los que proponen buena parte de los incentivos fiscales de los que goza este país. Asimismo, pujan por una extrema liberalidad y desregulación que puede, fácilmente, ser la antesala de alguna crisis financiera por venir. El tema es por demás serio.
No es extraño entonces que venga de tales ambientes esa presión hacia la Comisión de economía del Congreso por traerse al plato el Impuesto de Solidaridad, cuyo espíritu bien nos muestra que una gran mayoría de grandes empresas corporativas no pagan ni siquiera el 3 % de la renta total que generan.
Se trata así de entramados formales, cuyos principales protagonistas exigen ampliar la base tributaria, pero que operan con una tremenda ligereza. Claramente, amparada por códigos notariales, e incluso tributarios, que parecieran hacer caso omiso de la cultura del anonimato y hasta de la impunidad y la defraudación.
Lo peligroso del caso, tal y como afirmamos en el artículo pasado, es que en esas estructuras de formalidad informal, muy allegadas al lavado de activos, se participa junto a terroristas, narcoterroristas y dictadores de la talla de los más afamados protagonistas del antagonismo geopolítico mundial; quienes hoy desafían claramente a Occidente y a la cultura democrática que pretende afianzarse en los entramados político-electorales del hemisferio.
Hemos insistido también en la picaresca de los grandes bufetes de abogados internacionales —tipo offshore— como el famoso Mossack Fonseca, quien, como bien se sabe en los círculos empresariales criollos, tiene sólidos nexos con bufetes contables y legales chapines, conocidos por fabricar empresas de cartón por doquier, y alta relación con la clase política local.
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