En el colegio El Sagrado Corazón, en ese entonces con una única sede en la novena avenida y 13 calle de la zona 1, estudié desde primero primaria hasta quinto magisterio. De esa época guardo algunas de mis más queridas memorias como cuando aprendí a leer a los siete años o cuando me convertí en una voraz lectora a los diez. Hay divertidas anécdotas y otras no tanto. Sin embargo, unas y otras conforman la historia individual y colectiva compartida con quienes estudiamos en el colegio. También agradezco contar con uno de los tesoros más valiosos de mi existencia: la presencia de mis cuatro entrañables amigas de la vida, con quienes compartimos una amistad incondicional de más de 50 años.
De mi experiencia en el INCA cuento también con excompañeras y amigas que me abrieron no solo las puertas de la institución para ese año difícil para mí, sino la de sus corazones. Recuerdo los avatares de la práctica docente y nuestras aventuras en una escuela pública de la zona 1, un lugar donde el agua no llegaba a las cañerías y cada semana era abastecida por los bomberos. También la investigación para el seminario y el examen oral, así como el resto de exámenes escritos. Ese año me gustó tanto la biología que por algunos meses soñé con la posibilidad de estudiarla en la Universidad del Valle, donde me dieron una beca, pero por algunas razones entre las que también estaba la económica opté por la filosofía, otra de mis pasiones. Esta la estudié en la Universidad de San Carlos.
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Ahora que veo hacia el pasado lo siento como un leve y luminoso halo, acaso breve como un suspiro. Me pregunto si esta sensación será cosa de la edad. Rememoro como si fuera ayer la advertencia de la orientadora vocacional que, en tercero básico me recomendó no estudiar para maestra porque, según dijo, «no terminaría la carrera». Le hice caso y me inscribí en bachillerato, pero en las vacaciones visualicé el futuro y le diera las vueltas que fueran terminaba siendo maestra. Por ello, antes de iniciar el ciclo escolar en el diversificado me cambié para estudiar magisterio. Sigo aún con el entusiasmo y la fuerza de entonces: me gusta ser maestra, lo disfruto y es el principal trabajo que he realizado desde entonces hasta la fecha.
Un dato curioso de ambas promociones. Algunas compañeras emigraron hacia los Estados Unidos u otros países por diversos motivos y aún radican con sus familias en el extranjero. Por otro lado, de la promoción del INCA surgimos tres escritoras con quienes compartimos una visión del mundo y el gusto por la literatura. Es cierto que 40 años son una vida y en ocasiones más que eso. Nos sirven para evaluar los logros personales y los avances colectivos, para vernos y ver, en este caso a las otras, nuestras excompañeras, como espejos de vidas paralelas.
De los dos grupos de mujeres con quienes compartí en ese entonces sé que somos privilegiadas pues, somos sobrevivientes del terremoto de 1976, del Conflicto Armado Interno (1960-1996), de la recién pandemia de Covid-19, además del simple hecho de ser mujeres en Guatemala.
Al recordar este viaje personal de 40 años me gana más el júbilo que la nostalgia. Soy quien soy porque he vivido lo que me ha tocado. En ese trayecto he dejado atrás ideas, creencias, personas, sueños, deseos. Se han sumado a la vez experiencias, aprendizajes, amores de toda clase, proyectos. En el viaje colectivo de Guatemala, hace 40 años se vivía en medio de una guerra devastadora. Cuatro décadas después aún se sienten sus efectos. Esperemos que más temprano que tarde logremos no solo la reconciliación, sino también la verdadera paz con justicia y equidad, para que todos ganemos un poco de tranquilidad y alegría.
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