Ella tenía en las paredes de su casa un arsenal de armas cortas y poco más de veinte mil quetzales. Una cantidad que jamás hubiera ganado en la maquila, o en los lavaderos ajenos, o vendiendo dulces y salir corriendo al ver a los policías municipales. Ella era una niña a la que todos habían visto crecer. Abandonada a su suerte desde temprano. Nada novedoso por esos rumbos. Ella era la más pequeña de tres hermanas.
La mayor trabajó en un prostíbulo. Fue durante los mejores años de su juventud. Durante el tiempo que estuvo abierto, ese bar fue la diversión del vecindario. Pero un lugar como esos no tiene futuro en un lugar como ese. Un barrio lleno de iglesias evangélicas, de perros callejeros, de sicarios y de narcos. De los de ahora y de los del futuro. Cuando se trata de diversión y festejos, ellos van a otros lados. Los potenciales clientes eran borrachos de tapas rojas. Y eso, de ninguna manera daría prosperidad a un negocio con “bailarinas” y demás. El bar estuvo abierto unos cuantos meses.
La mayor, cuando trabajó en el bar, quiso que la eligieran como la reina de la feria local. Consiguió burlas, una que otra vestidura rasgada y gritos. Muchos gritos que pedían que bailara. “Tubo, tubo, tubooo…”. El resto, carcajadas. Sonoras carcajadas que tampoco pudieron con sus sueños. Tener dinero para comer y ser “alguien”. Por supuesto, no fue electa. Pero ella quería pararse en otro tipo de escenario y sentirse mejor.
La mediana recién salió de la cárcel. Estuvo detenida un par de años por ir a ese negocio en el que, además de vender ollas y lavadoras, prestan servicios bancarios. Iba a retirar dinero. Es de suponer que jamás conoció a las personas que hacían los depósitos. Quizás era alguien con una panadería, o una venta de ropa usada, o una tiendita con barrotes y miedo a las llamadas entrantes al celular. Hoy sigue haciendo lo mismo. Algunas voces prudentes le repiten con insistencia. “Vas a terminar muerta como tu hermana”. “Que no, que yo no soy bruta” repite. Se repite. “Además, ¡qué hago si en las maquilas no le dan trabajo a nadie con antecedentes!”
Para alguien de esos lugares, la maquila significa lo mismo que una plaza de cajero en un banco o un puesto en el call center para un recién graduado de un colegio de garaje. O de un instituto público. Aunque para un call center hay que hablar inglés. No basta el “uan tú trí” o el “aylob forever” de las películas. Si la capturan de nuevo, saldría para cuando su hijo sea mayor de edad. Eso es posible, después de todo, casi siempre capturan a los que reciben y entregan el dinero. Y pocas veces a los que llaman, o a los que jalan del gatillo.
Es probable que la menor haya disparado mucho más que las ocasiones en las que habrá hecho el amor. Ella era sicaria, tenía 19 años y terminó con 26 balazos en el cuerpo. Y quién sabe cuántas vejaciones más. Por lo menos apareció entera. En el último año ya no era la niña sola y tímida. Ahora tenía dinero. Por lo menos. Todos en el barrio se dieron cuenta. Los amigos, que entonces le abundaron, también disfrutaron de aquella riqueza y felicidad ocasional. Hay lugares en los que unos cuantos miles de quetzales aparecidos de la nada, son una verdadera fortuna y te convierten en celebridad.
Él fue el que la llevó esa tarde. Era taxista y fue también quien la abandonó. La conocía desde que eran pequeños. Nada tenía que ver con el entuerto. Tuvo la mala suerte que otro, el taxista encargado de esas cosas, no contestara el celular. Él sí. Lo obligaron a llevarla de vuelta. “Ahora te la llevás y ahí mirás donde chingados la tirás”, fue la orden. Imposible que se negara, era la única posibilidad para intentar seguir con vida. La cargó y la metió en el baúl. Tal vez el único momento de su vida en el que pudo abrazarla.
No pudo tirarla tal como se lo pidieron. Dejó el carro abandonado a la vera de un camino vecinal que no recuerda donde queda. Él lo jura. Esos insuficientes mecanismos defensivos emocionales. Y de la memoria. Cuando ya no alcanzan, existen otras opciones.
No se supo de él durante varios días. Al aparecer, se refugió en la cantinita del lugar. Desde entonces no ha parado de beber. Deambula por las calles, duerme en las aceras, vomita encima de sus propios pasos. Una especie de alfombra y cortejo procesional con nadie interesado en acompañar. Y menos, en fotografiar. Quizá sea el único que recuerde a aquella niña convertida en mujer. Una de apenas 19 que terminó con 26 balazos sobre su jovencísimo y terso cuerpo. Quizá sea el único que la recuerde con algo de cariño, quiero decir.
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