Donde nunca hubo un estadista hoy hay un peligroso hombrecillo atenazado entre sus negocios y las amenazas, haciendo cuentas para minimizar sus pérdidas. Sin más apoyo que el de su malicioso sucesor en ciernes, sin ministros, sin futuro, dejémoslo en su soledad, como al fin —tarde y tibiamente— lo dejó su amigo de los buenos tiempos, el Cacif.
Hoy hay otros planes que atender, otras traiciones que atajar. Primero, las traiciones, por más urgentes. Como la que podría hacer un abogado habilidoso, magistrado malicioso, viejo zorro del sistema, que tendrá potestad para al menos abrirle la puerta al cambio nominando una terna de gente decente para sustituirlo, cuando él a su vez se acomode brevemente en el puesto de su atribulado jefe militar. O no.
Luego, las de aquellos mismos señores (antediluvianos como trilobites —¿cómo es posible que aún no tengan una sola mujer entre ellos?—) que, con inverosímil enojo, ahora sí le piden la renuncia a Pérez Molina. Visto lo mal que escogieron, les convendría aprender y callar, escuchar y apoyar al menos esta vez, tan solo esta vez, y dejar que la historia pase. Quiera que sus pactos a puerta cerrada y de espaldas a la ciudadanía no vuelvan una vez más («vuelve el perro a su vómito», advierte el autor del proverbio sin morderse la lengua) a confirmar que su noria no hace más que dar vueltas sin fin ni progreso.
Para rematar, las traiciones de los diputados en el Congreso. Esa caterva ruidosa, el mercado ruin donde se transa en una única moneda: el precio del voto. Encaramados en un bus que ya no sube la cuesta, insisten en mecerse para ver si con el envión llegan a la cima del 14 de enero y que lo demás sea descenso sin frenos. Si creemos que se bajarán para aligerar la carga, si creemos que ayudarán por su propia voluntad, mejor esperar sentados.
Más importantes, entonces, son los planes.
Los planes de la ciudadanía optimista, que ya el viernes y el sábado se desbordó en las calles, una vez más, a celebrar la caída prevista para un gobierno indigno. Y está bien porque el fin de semana se celebra. Pero mientras la gente tronaba tambores y soplaba pitos, Pérez Molina, con veracidad irónica, aclaraba: él estaba ocupado en hacer cosas de incidencia criminal, como resultó haber sido su costumbre por décadas. Y no renunció.
Así pues, el lunes usted y yo volvimos a la rutina: cepillarnos los dientes, ir a trabajar, hora de almuerzo, recoger patojos en la escuela, vuelta a casa, ver la tele con una cerveza… ¿Y? ¿Por qué habrían de cambiar gobiernos, doblegarse empresariados, disciplinar políticos, abrirse democracias, destaparse latrocinios y neutralizar mafias cuando nuestro principal plan para cambiar es seguir igual?
La llamada de atención, la consigna clara, la dio el mismo hombre que nos dio las esperanzas, que nos enseñó que con trabajo cuidadoso y con paciencia hasta las mafias ceden. El viernes pasado, aun antes de soltar la bomba de la responsabilidad presidencial, respondió a los apoyos que le manifestaban los amigos de la prensa. Iván Velásquez, el comisionado de la Cicig, fue taxativo: «Agradecemos los apoyos, pero lo que necesitamos son compromisos».
Los compromisos no son cosas que se dicen. Son cosas que se hacen. Y para hacer hay que planificar y luego, muy pronto, hay que actuar. Así que las preguntas se hacen obvias. ¿Cuál es el plan, cuál es la acción para que el vicepresidente Maldonado Aguirre, albacea del statu quo, actúe más bien como partero del cambio? ¿Cuál es el plan, cuál es la acción para evitar que el Cacif otra vez entrampe nuestra sufrida historia? ¿Cuál es el plan, cuál es la acción para forzar al Congreso a respeta la voluntad popular?
Examinemos nuestras vidas para ver si acaso ha cambiado lo que hacemos, lo que decimos y lo que pensamos desde ese 16 de abril cuando reventó todo. ¿Cuánto nos está costando, en tiempo y dinero, personalmente, sacar a estas alimañas de su cubil? Si no tenemos una respuesta concreta, medible, de poco servirá pegar el rostro de Iván Velásquez en el Facebook, pues lo que él nos ha recomendado no es apoyo, sino compromiso.
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