Vamos por la carretera hacia las afueras de la ciudad. Este es un lugar en el que, al parecer, lo único que se expande en su urbanismo privatizado y su casi nula sujeción a criterios que aporten, no solo a la comodidad de los que viven de sus muros para adentro, sino también hacia afuera. El tráfico en las horas pico lo atestiguan.
Esas construcciones dejan en evidencia aquello de que es la mano del mercado quien debería ser la gran reguladora de nuestras vidas y no el Estado. El caso es que ahí vamos. La carretera, las casas en desnivel, los puentes y las pasarelas proyectan sus sombras sobre nuestras espaldas. Es la tarde de un día laboral más, falta completar una tarea en una ubicación lejana a nuestro habitual lugar de trabajo y el día habrá terminado.
En medio del tráfico solo queda hablar. Los nuevos espacios que nos proporcionan el tiempo que la cotidianidad nos roba. Puede que tal vez eso explique la rabiosa forma de conducirnos en él. Pero no soy sociólogo, ni nada parecido. Apenas algunos años en la universidad y además, ni siquiera manejo carro.
Me contó su historia. Vive a unos cuántos kilómetros de la ciudad. Cuando uno hace cuentas de las horas que toma ir y venir, resulta que en ese tiempo también se podría ir a la playa. Pero no, y eso es triste. Él es uno de los miles que a diario toman el bus, el carro o la moto y dejan dos horas de su vida en un viaje solo de ida. Y otro tanto a la vuelta. Es en verdad demencial.
Pero no siempre fue así. Antes vivió en uno de los barrios en las afueras de la ciudad. Ahí vivía con su familia, ahí creció. Ahí se quedaron los mejores amigos de su vida. Ahí conoció las calles. Pero nada ilegal, dice él. Hablar de las calles en esta ciudad tiene esa connotación de asuntos duros y reñidos con la ley.
No soy nostálgico y me cuesta creer eso de que “hubieron tiempos mejores”. Pero algo de cierto habrá en esas historias de viejos. Hubo un tiempo en el que se dormía con la puerta sin tranca, que las tiendas no tenían barrotes, ni las fachadas lucían cual corona de espinas y las casas no se escondían tras muros y talanqueras. No nos escondíamos de esos, de los otros, de los malos. Resulta que nos han robado algo más que un celular.
El asunto es que tuvo que irse. Lo que me cuenta es que las cosas empezaron a ponerse feas. Él y sus amigos andaban por ahí correteando ladrones por los callejones de su colonia. Cuando lograban agarrar a alguno le proporcionaban severas palizas. Y lo dejaban ir. Esperaban que eso fuera un disuasivo. Pero no. Una noche decidieron dar el siguiente paso. Y ahí empieza su historia de por qué tuvo que dejar su entrañable colonia y a sus amigos de toda la vida.
Al ladrón lo quisieron quemar. Era el paso lógico dado que las reiteradas golpizas nunca fueron disuasivas. La colonia seguía, y sigue siendo un lugar inseguro. Fue él quien propuso la idea. Se ofreció a conseguir la gasolina. En este punto su narración empieza a parecerme una trilladísimo historia de mala y predecible ficción.
Fue por un recipiente a su casa donde su madre veía una novela. Vuelvo a cuestionarme la veracidad de la historia, pero ahora dudo de que si esto que escribo fue realmente lo que escuché. La idea era llenarlo con gasolina de su moto. Cuando salió ya había llegado la policía. ¿Y cómo, si nadie los llamó? Ese es el problema con la policía. Nunca llegan y cuando lo hacen resultan completamente inoportunos, dice. Se llevaron al tipo de la paliza.
En las semanas siguientes empezaron a seguirlo. A él y su familia. Su hermana se volvió un blanco frecuente de los asaltos en el sector. Finalmente lo ubicaron con una táctica simple y conocidísima, pero casi infalible. Lo llamaron por su apodo. Era imposible que no volteara. Cuando vio a los tipos, se supo señalado con una enorme diana en la cabeza. Le dijo a su familia lo que pasaba. Tomó un par de precauciones hasta el día que se fueron. Y por eso vivo hasta allá, concluye.
Llegamos, realizamos la tarea pendiente y regresamos a la oficina “hablando de todo un poco”. Me resultó un tipo muy amable. Casi nadie se queja de su trabajo y es bastante agradable. Llegamos a la oficina a la hora de la salida. Me subí a mi bici y él fue a enredarse con el tráfico. Me quedé pensando que a él le gustaría mucho vivir en un lugar como en el que colocaron esta manta. Es que es tan amable y servicial. Y no lo digo con ironía. Es así. Todos podemos ser así.
Más de este autor