Quizá el mejor ejemplo referencial para el tema de este artículo apunte a la evolución existente entre la nomenclatura del vocablo Ciciacs (Comisión de Investigación de Cuerpos Ilegales y Aparatos Clandestinos de Seguridad) a Cicig. No solo se trata de dos momentos distintos de agenda y de negociación política, sino también de nuevas conceptualizaciones. Y eso nos permite hoy ser testigos del accionar de esta gigante fiscalía anticorrupción que conocemos como Cicig. No se persiguen casos relacionados con estructuras paralelas, sino actores institucionales involucrados en actos de corrupción (la implicación del presidente Pérez-Molina como cabeza de una banda de defraudadores) y casos de estructuras paralelas enquistadas en lo institucional. La ventaja de esta evolución conceptual —al menos para la experiencia guatemalteca— es haber podido descubrir que, si se persigue el acto de corrupción, es más fácil encontrar y detectar las estructuras denominadas paralelas.
Lo anterior tiene una explicación teórica muy interesante que es importante hacer notar. Intentaré ser lo más específico sin caricaturizar.
Metodológicamente es importante recordar lo siguiente. No todo actor paralelo es un cuerpo ilegal o aparato clandestino de seguridad (ciacs), aunque todos los ciacs son, por definición, actores paralelos. No todos los actores paralelos operan en la ilegalidad, pero todos los ciacs llevan estructuralmente el componente de la ilegalidad. Lo que sí resulta interesante es plantear la evolución de los grupos paralelos que operan de forma ilegal en el nivel superior de los ciacs.
Recordemos que en estas dinámicas hay procesos simbióticos. Los análisis de seguridad esquizofrénica y el ya famoso modelo de Lupsha explican muy bien las fronteras porosas entre criminalidad común y crimen organizado al punto de que eventualmente se producen nuevas tipologías de carácter híbrido. Con lo anterior, por ejemplo, es perfectamente posible explicar el surgimiento de todos los nuevos cartelitos que operan en México: estructuras que se dedican tanto al narcomenudeo, a la extorsión, al robo de animales y al robo de viviendas como al sicariato y al trasiego de drogas. Estructuralmente son menos piramidales que un cartel tradicional, pero operativamente son más complejos que una clica. Sus capacidades de negociación política son menores. Por lo tanto, su carácter para pasar de ser estructuras parasitarias a ser organismos simbióticos es limitado, pero eso no quiere decir que no tengan la capacidad para extraer recursos limitados de lo público, que en el caso concreto de México apunta a la capacidad de corromper el nivel municipal y los poderes federales. Al final de cuentas, el modelo de Lupsha sigue siendo vigente (lo simbiótico: crear un Estado dentro del Estado).
Las pandillas (maras) han tenido una evolución interesante. Y la tesis de este corto artículo (que resume un estudio mayor en proceso de elaboración) es proponer algo que se ha discutido de forma muy limitada: la tipificación de las maras como ciacs.
De entrada es importante hacer notar la flexibilidad en la interpretación. Es cierto que, a diferencia de los ciacs tradicionales, las pandillas no tienen una ideología política de base (anticomunismo) ni son el residuo de una transición democrática fallida (o inconclusa). Además, es mucho más difícil —o lo era— posicionar su accionar respecto al fuero institucional. No digamos el aspecto medular con relación a realizar tareas privadas de seguridad que terminan en la persecución política o en ejecuciones extrajudiciales. Pero —y es un pero muy grande—, si tenemos en consideración los hechos poco advertidos de las últimas semanas en Guatemala, hay otras variables a considerar.
Resulta que las maras no solo operan en la clandestinidad. Han logrado con sus tentáculos afianzarse en determinados planos del entorno institucional por medio de corromper voluntades y amenazar a funcionarios. Concretamente me refiero a varios sectores del universo carcelario. Operando desde allí —con total impunidad—, las pandillas tejen ataques contra policías, choferes de autobuses, médicos del sector público (caso reciente), y coordinan la extorsión correspondiente. Y encima de eso realizan labor social, como el último intento fallido (por suerte) de donación de escritorios al sector educativo. Hacer la matemática de las ganancias totales es un ejercicio aterrador: comercios, escuelas (cuota por cabeza), hogares, autobuses, camiones repartidores, etc. Las ganancias mensuales de las maras se cuentan por cientos de miles de quetzales, y eso les permite acceder a la compra de cualquier arsenal que esté disponible en el mercado. Al mismo tiempo, ese volumen de fuerza adquirido las hace apetecibles para que otros ciacs puedan utilizarlas como instrumento de desestabilización.
Parece que van apuntando a la capacidad de ser un micro-Estado dentro de un Estado débil.
Y la pregunta aquí es la siguiente: para asegurar la estabilidad de una democracia frágil, ¿los actores institucionales (la clase política, la élite tradicional) deben entrar en componendas y ceder entornos a estos grupos? No estoy haciendo una pregunta escandalosa para generar likes. Si vemos el caso mexicano, es más que claro que el Gobierno federal debe asegurar pactos políticos con los carteles más importantes para asegurar tanto la gobernabilidad como la estabilidad del país. El juego poliárquico tiene que abrirse para contemplar estos actores nuevos y generadores de asimetrías. Ningún gobernador quiere que vuelvan a dejarle 20 policías decapitados en la entrada de la capital del estado.
Quizá pueda estar equivocado en mi análisis, pero lo que sí no es equivocación es la imperiosa necesidad de darnos cuenta de que las maras están mutando en grado, fuerza y capacidades operativas, de que tienen posibilidades de poner en jaque al Estado sin dejar, por cierto, de generar recursos ilegales provenientes de un enquistamiento muy afianzado en planos estatales.
Es un escenario a todas luces aterrador.
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