Los hay longevos estoicos, aquellos octogenarios cuyas fuerzas aún les permiten hacer acopio de arrojo para salir a las calles en busca de algún trabajo que les permita llevarse a la boca un tiempo de comida con una buena dosis de dignidad. Son los menos. Y sabidos están de que, más pronto que tarde, se verán en la necesidad de mendigar.
Ante estas escenas que se replican diariamente cabe la pregunta: ¿qué Estado es el nuestro, que no protege a los segmentos más vulnerables de la población? Porque junto a ancianos caminan muchos niños en busca de los mismos menesteres.
Mas hay una pregunta mucho más cáustica: ¿qué tipo de sociedad somos cuando muchos de esos ancianos sí tienen familiares que bien podrían proveerles un mínimo de confort para que sus últimos días transcurran con un mínimo de decoro?
El abandono de los ancianos en Guatemala es terrible. Y lo hay de dos tipos: aquel que los lanza a la calle en condición de indigentes (porque ya nadie se hace cargo de ellos) y los relegados a la parte de atrás de las casas porque en los hogares se los ve como un estorbo. Quizá estos últimos sean quienes más sufran. Los primeros tienen la esperanza de salir o estar a la búsqueda de algo o de alguien. Los segundos solo pueden esperar la muerte como un alivio a su angustia de existencia.
Guatemala es un país mayoritariamente cristiano. Hay evangélicos de muchas denominaciones. Hay católicos en diversos grupos laicales. Hay de otras religiones que no se pueden codificar en las categorías anteriores, pero que sí tienen alguna connotación cristiana. Y a ellos, a esos cristianazos de pura cepa (¿?), les recuerdo que el único mandamiento que tiene retribución en esta vida es el cuarto: «Honrarás a tu padre y a tu madre».
Hace cuatro días dialogué con una anciana a quien encuentro con alguna frecuencia cerca de mi clínica. No es una persona materialmente abandonada, aunque sí relegada socialmente. A más del saludo respetuoso que se merece como persona y como octogenaria, la ayudé a cruzar la calle. Y con la tristeza saliéndole por sus ojos y por algún lugar de su psique —imperceptible a mis sentidos— me dijo: «Un apoyo así quisiera en mi propia casa». Además, me compartió —entre una y otra banqueta— que sí tiene casa propia, comida, vestuario y alguna comodidad que se provee a sí misma, pero que, pese a que cuenta con familia cercana (hijos y nietos, asumo), no tiene con quien hablar. Se considera completamente sola. Me contó de un hijo que la visita unas dos veces por año (durante unos minutos), le provee una caricia, exhala ante ella algún suspiro y, con alguna lágrima de cocodrilo a flor de párpado, le ofrece «volver en cuanto pueda».
Y de nuevo la pregunta: ¿qué clase de sociedad y familia somos?
Durante el conflicto armado interno de Guatemala se asesinó a niños y ancianos bajo la égida de una corriente diabólica: segar semilla y borrar memoria. Mas la guerra ya terminó. Estamos en otra época. Y la esperanza debe ser nuestro sino. Empero, ¿qué esperanza habremos de merecer si no le proveemos la mínima a nuestra ascendencia cercana?
La respuesta la tenemos —entre otros grupos devenidos de la gran civilización maya— en el mundo q’eqchi’. Desde el enfoque sociofamiliar, en esa maravillosa cosmovisión, a los abuelos se les respeta y no se los ve como una carga. Son venerados como depositarios de la sabiduría y son fuente de tradición y consejo.
Nosotros, los mestizos y los que nos consideramos de la ciudá, debemos aprender de ese mundo. Sí, nosotros, que con frecuencia creemos —equivocadamente— que somos ejemplo de progreso social y que con una enjundia farisaica nos consideramos de los escogidos —que no de los llamados— para gozar de las delicias del Reino de Dios.
Quizá el próximo domingo, al volver de la iglesia, al volver del templo, un eco en nuestra conciencia nos recuerde: «Honrarás a tu padre y a tu madre».
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