Afuera del recinto universitario el ambiente era tenso. La guerra interna estaba fincada en el área urbana de Guatemala. La Universidad de San Carlos era uno de sus epicentros. Solo ese día habían secuestrado cuando menos a tres personas en sus alrededores y las calles lucían llenas de los temidos y odiosos orejas de la Policía Judicial.
Mes y medio después comenzó la vida en sala de operaciones. Cuando salí de ella habían transcurrido 17 años. Era el 29 de diciembre de 1996, día en que se firmó el acuerdo final de paz. Sin quererlo, porque no me dio tiempo para discernir, me había convertido en un cirujano de guerra. Y entonces me percaté de que había conocido de cerca el mal. Su forma tenía la de la violencia cebada sobre el ser humano, de manera terrible, practicada por sus semejantes.
Advertí que la fuerza que me sostuvo para trabajar en medio de tantos horrores fue la presencia de Dios personificada en mi esposa y mis hijos. La ilusión de la vida de dos niñas y dos niños y el cuidado de sus sueños por parte de su madre eran como ciertos impulsos que me empujaban a hacer lo que debía sin distingo de ideología, credo, grupo sociolingüístico u otra condición. A la sazón ejercía como cirujano en el Hospital Regional de Cobán.
Durante ese lapso de mi vida aprendí más acerca del valor de la persona humana. Y también a detestar a quienes la reducían a la condición de nada. Suficiente hubo para entender que el contenido de las películas que versaban sobre la guerra de Vietnam o los campos de concentración alemanes durante la segunda guerra mundial era un piropo a la par de lo que había acontecido en nuestro territorio. La brutalidad y el miedo habían sido utilizados como armas para mejor controlar a la población. Y de ello las huellas quedaron y han sido puestas al descubierto. Porque, como reza el libro de Apocalipsis: «El mar devolvió los muertos que guardaba. La muerte y el Hades devolvieron los muertos que guardaban» (20, 13).
Y de esta devolución —quienes cometieron tan abominables hechos— no se pueden sustraer. Hayan estado en el bando en el que hayan estado.
El pueblo esperaba la firma de la paz como el retorno a un paraíso perdido. Y ese momento supuestamente se alcanzó. Pero, parafraseando al sociólogo Carlos Guzmán Böckler en su libro Identidades prohibidas y libertades presentidas (Cholsamaj, 2000), lo que llegó fue «la apertura de la era poscafetalera y narcomplaciente». Y otra guerra empezó.
Se dio paso también al mal quehacer de los gobiernos civiles, que con su bandidaje santificaron a los gobiernos militares, y las consecuencias las tenemos a ojos vistas. Ni qué decir de ello.
A estas alturas de la vida, quienes vivimos la guerra interna de una u otra forma debemos preguntarnos: ¿vale la pena seguir en la angustia de existencia que nos cubrió durante más de 30 años? Mi respuesta es no. Creo (de certeza) que no. Debemos reconciliarnos primero con nosotros mismos, luego con nuestros semejantes. Conste que reconciliación no significa olvido ni soslayar la justicia. De lo contrario, la costra no dará lugar a la cicatriz y debajo de ella siempre habrá una herida viva.
Durante estos 37 años de ejercicio profesional conocí la soledad casi absoluta que provoca el sentir la crueldad cebada en los niños, las niñas, las mujeres, los ancianos y cualesquier personas inocentes. Experimenté las confusiones de esos sonidos del silencio que llaman a la zozobra cuando la fe parece imposible de advertirse. Y aprendí, en medio de esos sonidos, que el corazón nunca debe cerrarse.
Por esa razón, de pura experiencia, puedo sugerir que miremos nuestro entorno con ojos humanos. Y, como propone san Juan de la Cruz en su poema Llama de amor viva, matemos la muerte para trocarla en vida.
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