Amo a Guatemala y a su gente, así que no es falta de amor. Y precisamente por ello es que no puedo celebrar un bicentenario ante el dolor que la gran mayoría de las guatemaltecas y los guatemaltecos viven y sufren cada día.
No puedo celebrar una Guatemala en la que uno de cada dos menores de cinco años ya está condenado de por vida por la desnutrición crónica. Me encantaría celebrar una Guatemala donde a la mayoría de las chicas y los chicos les haga ilusión quedarse en su país y con su familia porque tienen oportunidades para superarse. No como les ocurre a los jóvenes guatemaltecos actuales, cuyo mayor anhelo es largarse de este país que no les da nada, por lo que la falta de oportunidades los orilla a separarse de su familia y a huir de la pobreza y del subdesarrollo pese a los peligros mortales de migrar.
Para celebrar, nuestra Guatemala no debería tener un presidente corrupto y mentiroso, señalado de haber recibido un soborno en una alfombra enrollada o de haber desviado fondos públicos por 58.9 millones de quetzales para construir una carretera que conduce a su mansión en Santa María de Jesús, Sacatepéquez. Un presidente que ha dirigido de manera calamitosa la respuesta estatal al impacto de la pandemia y que ha estafado a su pueblo con el negocio de las vacunas rusas. Un presidente que lidera un pacto de corruptos que pudre los tres poderes del Estado, protegido bajo el manto de impunidad que le tiende una fiscal general y jefa del Ministerio Público servil y rastrera ante delincuentes, pero implacable persiguiendo justos y honestos.
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No puedo celebrar una Guatemala racista, en la que todavía se dice indio queriendo decir necio. En la que persisten imbéciles con poder que creen que los mayas son una raza inferior, que por ello no tienen derecho a la educación y que deben acceder a servicios de salud solo para preservarlos como fuerza de trabajo esclavizada, sin derechos laborales ni salario justo. En la que todos los indicadores sociales y económicos muestran diferencias dramáticas cuando se los desagrega entre indígenas y no indígenas, los primeros siempre en situación desventajosa o precaria. Esos mismos imbéciles con poder que normalizan y defienden el trabajo infantil, especialmente si se trata de niñas y niños mayas.
No puedo celebrar una Guatemala en la que, en el presupuesto público, el Gobierno se fija como meta reducir los números de niñas y niños en las escuelas, de libros por distribuir o de estudiantes por evaluar. Una Guatemala que prefiera más cárceles que escuelas o centros de salud. Con un presupuesto en el que se recortan las asignaciones para programas esenciales del Ministerio de Salud Pública y Asistencia Social, como el de prevención de la mortalidad de la niñez y de la desnutrición crónica. Me gustaría celebrar una Guatemala en la que pagar impuestos sea el principal ejercicio de responsabilidad democrática, cuyo sistema tributario sea justo, acorde a la capacidad contributiva de cada quien, sin privilegios abusivos, que financie un gasto público pertinente y efectivo.
Amar a Guatemala, celebrarla, es algo mucho más serio, que supera un saludo a la bandera o marchar al ritmo del redoblante. Hacerlo de verdad incluye asumir la crudeza de nuestras realidades y sentir una rabia visceral ante las injusticias y tragedias que agobian a la gran mayoría de nuestra gente.
Sin esas transformaciones estructurales en lo social y político, a 200 años del 15 de septiembre de 1821 no hay nada que celebrar.
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