Una vez que esta alcanza el cénit de su robustez, las élites vencedoras —sugiere el filósofo alemán— se las ingenian para anular las huellas del abismo de su proveniencia y la arbitrariedad de la jerárquica estructura social. Administradoras del estado de cosas, las élites son responsables del ocultamiento de la casualidad de la emergencia del conglomerado social a través de la producción de meganarrativas, genealogías divinas o trances colectivos. Una vez convertidas en guardianas de la estabilidad, paradójicamente, la creatividad de las élites decae y estas devienen sumos sacerdotes del culto de su propia ilusión. Quienes no comulgan con la hipnosis colectiva imperante se convierten en blanco del desprestigio, del linchamiento público o del aniquilamiento legitimado por las otrora innovadoras élites.
En la sociedad guatemalteca, la desnutrición infantil, la sádica violencia contra las mujeres, el uso de los dioses locales para justificar los propios delitos y desterrar al enemigo, la sostenida pauperización de las clases medias, la masiva emigración involuntaria y la instalación de estados de excepción para favorecer a los socios, entre otros, son síntomas de la pérdida de idoneidad de las élites para la animación del estar-juntos. Su tiempo como referentes morales alcanza su fin. Se han convertido en canallas. Incluso la confesión pública de sus crímenes se convierte en un momento más de una larga comedia que tiene la calidad de las montadas en el pasado por el actual jefe de gobierno. Para mantener su privilegiada posición han dejado de acudir a la seducción hipnótica: ahora golpean, intimidan y mienten públicamente.
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Como alternativa a la tóxica normalidad impuesta y gestionada por las élites crepusculares, emerge una élite que hace suya la vigorización del endeble espíritu colectivo. En lo que va del presente siglo, algunas mujeres guatemaltecas han dado rostro a esta alterélite y parecen encarnar la buena nueva anunciada, cual quinto evangelio, por el ángel q’eqchi’ en el performance Respiración del espíritu (2016), de la artista Sandra Monterroso. El mensaje: «El racismo es una herida colonial que se puede sanar». Ellas agregan a este gesto angelético la posibilidad de sanación de otros males coloniales: el falogocentrismo, la corrupción política, la violación, la agonía cultural. Si este mensajero q’eqchi’ de la descolonización irrumpe en un espacio negado por siglos a las mujeres (la escuela), la alterélite infiltra la academia (Aura Cumes, Gladys Tzul Tzul, Marta Elena Casaús, Irma Alicia Velásquez Nimatuj), el sistema de justicia (Thelma Aldana, Claudia Paz y Paz, Yassmin Barrios) y los medios de comunicación (laCuerda). Lleva su acción insurgente al movimiento estudiantil (Lenina García), al campo de la creación artística (Marilyn Boror, Sandra Monterroso, Regina Galindo), a la curaduría (Rosina Cazali, Anabella Acevedo). Obliga al ego conquiro a encarar sus crímenes (las mujeres de Sepur Zarco, las mujeres ixiles y, recientemente, las mujeres achi’) y distorsiona la política desde dentro (Thelma Cabrera, Sandra Morán).
Inmune a la apatía social producida por la cotidianidad del mundus infernalis guatemalteco y allende la elevada dosis del indispensable anestésico para sobrevivir el necrótico clima impuesto por los canallas que controlan el capital y sus cómplices políticos, la alterélite acoge las múltiples heridas producidas por el mundo colonial para sanarlas. Desbarata también la justicia anticipada de las élites decadentes. Libera al público de la intoxicación del derrotismo y de la pasiva esperanza. Oxigena la agobiante atmósfera generada por la bicentenaria impunidad de los mezquinos y de sus vástagos.
Como académicas, llevan a primer plano el trasfondo que sustenta la diferencia jerarquizada: el racismo colonial. Como fiscales y juezas, logran dar testimonio por vez primera de los alcances del imperio de la justicia. Como artistas, ponen en escena la cruenta violencia ejercida sistemáticamente sobre el cuerpo de las mujeres y las comunidades indígenas. Como litigantes, desafían la que algún día fuera la mirada lasciva e impune del castrense genocida. Ellas hacen retornar la posibilidad de un mundo justo que ocurre siempre en otra parte y aclimatan así la eclosión de un tipo de fascinación otra: una decolonial. Ellas, las integrantes de esta naciente alterélite, son blasfemas de lo imposible.
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