Noches de estaciones de Policía y de hospitales. Madrugadas de visitar la morgue. Por fortuna la persona apareció. Drogada y somnolienta, los bomberos lo llevaron a un hospital fuera de la ciudad. Por eso tardaron en localizarlo. El robo de un carro que quizá ni siquiera aparezca en las estadísticas oficiales.
La verdad es que esperaba que estuviera el carro para no tener que irme en bus hasta la Antigua. Esto me tuvo indeciso. Así me dieron las “ocho menos cuarto” tendido en la cama y sopesando lo que implicaría irme caminando y tomar el bus. Es que además, hubo un tiempo en el que pensaba que las reuniones familiares eran algo pesado y difícil de digerir. Sé que es injusto decirlo en público, así que los que se sientan libres de toda culpa, pueden tirarme el monitor. En todo caso, era joven. Y supongo que algo se aprende con el pasar de los años. No es que sea viejo, pero a cada rato me sorprendo hablando como tal.
El chico me saluda, no lo escucho, llevo los audífonos puestos pero veo su mano extendida en dirección a mi torso. Le bajo el volumen a la canción de turno en el random de mi reproductor. Cerati canta. Buenos días, me dice, con una voz profunda y sonora. Podría ser locutor. Lo reconozco. Lleva una bolsa negra que le llega un poco más arriba de la cintura y una mochila de lona desvencijada, de color celeste casi gris. En algún momento fue azul. Así también se decolora esta ciudad, así se ha ido decolorando noviembre. Antes de la niña y el niño, esto era un cielo infinitamente azul. Es un hecho, a veces yo también suspiro por los días y tiempos pasados que nunca viví.
El bus del único sistema más o menos funcional va casi lleno. Hay varias personas con playeras rojas y peinados detenidos con gel. Los buses son un buen lugar para detenerse a mirar los rostros y más o menos determinar el estado de ánimo de esta ciudad. Hoy es domingo, día de futbol. Eso basta para reír y llorar. El clásico del futbol nacional finalmente terminó jugándose junto a un basurero. Pocas veces la realidad es tan contundente con sus actos simbólicos.
-Voy a grabar un disco, cuando lo tenga, te lo vendo-, me dijo. Sonreía. Le dije que lo felicitaba y que lo buscaría por la sexta. Aunque ahora ya casi no lo he visto. Pero eso tiene que ver más con mis nuevos hábitos citadinos, donde las largas caminatas se han reducido a lo estrictamente necesario. Y no es porque lo hubiera planificado así. Sospecho que la costumbre y la desidia tienen algo que ver. Podría culpar a la bici, pero no, la bici es inmaculada. El solo hecho de “salvar arbolitos” la hace santa. ¿O no?
Con este chico comparto espacio, pensé. Él una vez apareció por acá y yo lo hago con alguna regularidad. Y luego está la ciudad, pero para encontrarnos hace falta salir a encontrarnos. Eso es seguro.
El resto del pequeño viaje estuvo citando a Ezequiel, el profeta exiliado, el profeta de las visiones. El mismo que profetizó la destrucción de la ciudad de Jerusalén. Pero el chico cita la esperanza que habita en ese texto y en toda destrucción. Podría apostar a que se sabe de memoria todo el libro.
Me bajé del bus en la estación ubicada frente a una sede policíaca. También bajan los aficionados madrugadores, los que tendrán los mejores lugares en el estadio. Me despido del chico. Me llama “varón” y promete que rezará por mi alma. Le vuelvo a agradecer. No sé dónde pasó su mañana de domingo. Compartimos ciudad, sí, compartimos espacio, sí, pero nuestros rumbos son diferentes. Yo terminé desayunando en la cima de un cerro al que se llega por una calle con un empedrado perfecto. Desde ahí también se ve otra ciudad. También hermosa, por cierto. Y perfecta. En la lejanía, todo lo es.
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