Yo también sacaba el par de billetes con los que pagaba. Una transacción sencilla y rutinaria. Un gracias, que tenga buen día. Y hasta la mañana siguiente.
Una vez me regalaron una entrada para ir al estadio. Era una carta que indicaba que había que ir a una agencia bancaria a recoger el boleto. La carta iba dirigida al “estimado voceador”. Llevaba los logos del medio, del banco y del equipo. La única vez que la charla se extendió a un, mire, esto es para usté. Siempre supuse que me la regalaron porque era el único que compraba con regularidad ese periódico.
Otra mañana recibí una carta y una bala. Ésta llevaba la “marca” de una mara. La tarde anterior le había pedido a un chico de menos de quince años que dejara de pegarle a su hermanita, de unos cinco o seis años, y de molestar a una compañera de trabajo. Yo era el responsable de un pequeño equipo de trabajo con el que pegábamos afiches en los postes y paredes de cualquier local en el que nos dieran permiso. Los dueños de aquellos locales eran tan buena onda le daban permiso a cualquiera que se lo pidieran. Llegábamos nosotros, luego los de la competencia y así se iban mis días del primer trabajo formal que tuve.
Teníamos una bodega que era una habitación en una casa de dos niveles. Ahí vivían muchas personas que también trabajaban en los alrededores. La mayoría eran migrantes de cualquier lado de este país y varios de Centroamérica. La Terminal entonces era un buen punto para recargar energías en el largo camino al norte. O tan solo para tener un lugar donde dormir y no morir de hambre. Trabajaban cargando bultos.
Ahí también vivía el chico, su hermanita y la joven madre. Ella trabajaba en uno de los tantos “hoteles” desperdigados en la misma cuadra. Llegaba de forma esporádica en el día. Nunca vimos a la niña quejarse con ella. Mi compañera le había dicho al chico que si seguía agrediendo a su hermanita, llamaría a la Policía. Entonces el chico empezó a intimidarla a ella. Me involucré para intentar apoyarla. Hablamos los tres. Supuse yo que habíamos hablado y que de esa manera nos habíamos entendido. Básicamente el chico no nos dijo nada. Lo menos que quería era tener problemas.
Al día siguiente recibí la carta. Llevaba la bala pegada con tape. La hoja no iba en blanco, por supuesto, pero no recuerdo qué decía. Sí se me quedó grabada la imagen de una bala sobre la insignia de la mara en la hoja de un cuaderno escolar. Por la noche alcancé a meditar acerca de eso. A la mañana siguiente pedí que me cambiaran, después de todo, había otros lugares en la ciudad donde la empresa para la que trabajaba también pegaba afiches. Así me fui de ese lugar.
Habré vuelto unas dos o tres veces. A comprar repuestos baratos para mi bici, otras simplemente para pedalear una tarde de domingo por sus calles viscosas, agujereadas y tratar de recordar las cientos de postales que vi cuando trabajaba por ahí. Nunca fui capaz de registrar. En aquella época me importaba poco escribir y con ello intentar contar mi versión del mundo. Lo que importaba era sobrevivir el día a día, llegar a casa y escribir letanías de amor frustrado en un cuaderno roto que nadie leería.
La Terminal se incendió y es imposible no recordar poco todo aquello. Desde la comodidad de mi oficina, con esta pantalla que me está mutilando los ojos, vi fotos, tuits, notas, declaraciones, reproches, etc. Hay hasta quién lo relacionó con la sentencia de genocidio. La ceniza de los incendios también es buena para amalgamar balas ideológicas con gruesos caparazones dogmáticos.
Cuando las llamas se apaguen y esas calles vuelvan a su rutina de madrugadas frías, de transacciones rápidas y en efectivo, llenas de gente intentando sobrevivir y no pestañear; en La Terminal, un pestañazo puede significar perder la carga suelta en la palangana del picop, por ejemplo; nosotros seguiremos acá detrás de estas pantallas.
Y hablaremos de la “vida en La Terminal” cual expertos en el tema. Tratando de buscar la solución ideal. Ésa que encaje con nuestra particular forma de entender el mundo. Qué importa que ésta no concuerde con los que ahí se mueven. O si sí, pues qué suerte. Y yo, bueno, apelando a mis recuerdos de cuando a diario caminaba por ahí. Después de todo, supongo que todo sigue y seguirá siendo igual.
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