Desde hace mucho tiempo, al menos desde el arribo de los gobiernos de la transición democrática, siempre se ha apelado a un plazo para que especialmente los medios de comunicación, ya sea desde sus páginas informativas o desde las de opinión, se abstengan de fustigar a las nuevas autoridades tras la toma de posesión.
Obviamente, en conversaciones formales o informales, ya sea de trabajo, con familia o entre amigos, siempre se apela a lo mismo. Pero ese tipo de deliberaciones realmente no son importantes, pues no tienen impacto en la opinión que se publica. Lo que realmente importa es si los medios de comunicación entran en ese juego o no.
La idea de este tiempo de espera o de darle el beneficio de la duda se basa en que, en dicho lapso, las nuevas autoridades pueden cometer algunos errores, desaciertos y equivocaciones debido a la inexperiencia, a la novedad en la política, por la falta de cuadros capacitados, por el tiempo de aprendizaje, etc.
Pero veamos. ¿Por qué 100 días? ¿Cuál es la razón para decir que ese es un tiempo prudencial? ¿Por qué no 90 días, que serían el promedio de tres meses de gestión? ¿O 150 días, que serían el promedio de cinco meses de gestión? O, en el mejor de los casos, ¿por qué no los cuatro años? El tiempo no tiene un sentido concreto. Puede ser más o menos.
Las nuevas autoridades toman posesión de sus cargos y juran cumplir con la Constitución Política y con todas las normativas que rigen su función con el fin de garantizar el bien común. Y eso es de inmediato. En ningún momento juran cumplir a medias o mientras se aprende a dirigir un Gobierno.
Que es difícil y complejo, ciertamente. Pero no hay que olvidar que una de las características del funcionariado público es la voluntariedad de haber aceptado el cargo. Ningún funcionario, sea del rango que sea, fue conducido mediante una extorsión o con una pistola en la cabeza a aceptar el cargo. Se acepta con libertad.
Por lo anterior, quien acepta un cargo de elección popular o por designación debe ser consciente de sus responsabilidades y obligaciones. Ello incluye tener las capacidades que lo hagan idóneo para el puesto que va a desempeñar. Esto adquiere características de excepcionalidad cuando hablamos de los más altos cargos de elección popular.
Ciertamente somos humanos y por ello no estamos exentos de cometer errores, pero, si estos desaciertos tienen impacto en el ejercicio de la función pública, pues con justa razón y con toda legitimidad tienen que ser señalados, pues por eso se denomina función pública. Eso quiere decir que es abierta, es cognoscible y está a la vista de todo el mundo.
En Guatemala existe una mala concepción de lo que significan mandato y mandatario. Eso debe cambiar. El mandatario ha recibido la confianza y el mandato del electorado y, por lo tanto, tiene la obligación de no quebrantar dicha confianza con sus acciones. Y si lo hace, pues debe recibir la crítica correspondiente. Que hay medios de comunicación y columnistas que critican sin bases sólidas es cierto. Pero también hay quienes investigan y obtienen información precisa que da pie a señalamientos y críticas justificadas. En ninguno de los casos me opongo a que se expresen. Acá lo único que cabe es una apelación a un elemento moral y ético por la responsabilidad social que implica formar parte de la redacción de un medio o de sus páginas de opinión.
De esa cuenta, apelar a un plazo de beneficio de la duda no es más que tirar a lo mínimo, y no a lo máximo, en el nivel de exigencia ciudadana. Es favorecer la mediocridad. El nuevo gobierno debe hacer lo mejor posible para dirigir el Gobierno. Ojalá lo haga. Guatemala lo necesita. Y, sin duda, si lo hace, el pueblo lo agradecerá. Pero si no, pues se lo demandará.
De todos modos, quienes quieran expresarse de una u otra forma tienen el derecho de hacerlo. Antes o después de los 100 días, aunque esto no sea más que pura paja.
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