Tenía una mochila, de esas que son como de gimnasio y otra "de espalda". Levaba una camisa azul desteñida y una mancha blanca en la espalda. Parecía la cagada de un pájaro. Su pantalón era negro, tenía unos gruesos calcetines color verde botella y un par de tenis de marca airwalk. Populares en las pacas.
Esa tarde había un calor infernal. El centro de la plaza permanecía vacío. La gente se refugiaba del calor bajo la sombra de una estructura redonda de madera. Ahí están acondicionadas las bancas. A mis espaldas y a las del viejo, una efigie atestiguándolo todo.
En este parque casi no hay palomas. Pero esa tarde había una, cojeaba y el viejo la alimentaba. Pensé en la multitud de palomas en el parque central. Pensé también en los niños queriendo agarrar una. Pensé en sus meditabundos padres comprando el maicillo a tipos aún más meditabundos. Las palomas revolotean alrededor del maicillo y por momentos parecen agredirse. Estoy seguro que más de alguna cojeará y se quedará sin alimento. Pienso que esta paloma buscó un lugar alejado donde no tuviera que pelear por comer aunque coma poco. Y así habrá llegado a este parque.
La paloma se mantiene a menos de un metro del viejo, parecen conocerse. El viejo saca de una de sus mochilas, dos franceses con jalea. En un lentísimo movimiento, la desempaca y parte los panes. Se lleva a la boca el pedazo grande y el pequeño lo hace migas y se lo avienta a la paloma. Así por un buen rato. Hasta que se acaba el pan. La paloma coja martilla con su cabeza la dureza de esta tarde y así se alimenta.
Bajo el sol abrasador, un predicador se queda a solas con el sudor de su frente. Pero no baja la voz. Dos heladeros pasan sonando sus campanas. Ese sonido siempre me ha parecido una especie de preludio y epílogo. En medio, cualquier desolación. En medio, cualquier heladero. Son dos, el más viejo es el que suena la campanita. El otro, mucho más joven, la lleva sujetada para que no suene accidentalmente. Ya debe tenerlo harto ese sonido.
El viejo de los panes compró un helado de hielo. De color rojo o de fresa. Como uno quiera llamarlo. En algo coincido con la gente que dice que el tiempo pasado fue mejor. Por ejemplo, antes preguntaban si uno quería de queso o picante. Ahora, con total franqueza preguntan: ¿anaranjado o amarillo? El caso es que ese helado era de color rojo. Rojo sangre. Y lo fue aún más cuando el viejo lo compartió con la paloma coja. Ahora, la paloma martillaba con su cabeza para saciar su sed en medio de una mancha roja, que en esta ciudad bien podría ser sangre.
Me fijé en las manos dadivosas del viejo. Sucias, uñas largas, piel arrugada y aceitosa. Debe ser mecánico. Un detalle pareció revelarme algo. Al viejo le faltaban dos dedos: el pulgar y el índice de la mano derecha. Con ambos dedos se puede sujetar un lapicero y con uno de ellos presionar un gatillo. Pero sin ambos aún se puede desgajar un trozo de pan y aventárselo a las palomas. El viejo se quedó dormido con la cabeza apoyada sobre la palma de su mano izquierda.
Tal vez sea por tipos como el viejo y como estas palomas cojas que una asociación que lleva el nombre del tipo de la efigie, anda recolectando firmas para evitar que este parque lo conviertan en un parque extremo. Parece que la idea es trasladar a los patinetos a este lugar y construirles las rampas que necesitan. Pero a algunos no les ha caído en gracia, “habiendo tantos lugares en esta ciudad donde meterlos”, como escuché durante la presentación de la reedición de un libro del tipo de la efigie.
Y yo que creo que lo que deberíamos discutir es cómo hacemos para que todos, el patineto y el que quiera alimentar a las palomas puedan hacerlo desde cualquier banca pública en esta ciudad. Aquella tarde abandoné el parque alrededor de las seis. Los guardias municipales se aprestaban a cerras las puertas y ponerles candados. Entonces creo que entendí lo que parece una obviedad. Parque Concordia se llama el lugar.
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