La semana anterior, la Segeplan había presentado el Primer Informe Nacional sobre Cooperación Internacional para el Desarrollo y Eficacia de la Ayuda en Guatemala. Este Informe se enmarca en la lógica de la Declaración de París, un instrumento internacional que busca hacer más eficiente la ayuda, mediante el compromiso de los donantes y los receptores para la reducción de los costos transacción y la supresión de duplicidades. Para ello París propone que, en la medida que el receptor se apropie de sus políticas y estrategias de desarrollo, la ayuda pase de la mecánica particular del proyecto a una mayor, como puede ser el apoyo incondicionado al presupuesto o al sectorial.
En Guatemala no se ha logrado dar aún grandes pasos en ese sentido, como bien lo registra la autocrítica realizada en el informe la Segeplan. Existen cortocircuitos entre la planificación y la presupuestación que impiden coordinar y convertir las políticas y las estrategias en planes concretos. Aquí hay que anotar adicionalmente, entre otros, el poco valor que los anteriores presidentes han otorgado al proceso de planificación y el constante abandono de los planes de gobierno luego de los primeros tres meses de mandato. Asimismo, es importante apuntar que la capacidad de la Segeplan para realizar estas actividades de articulación y seguimiento no es la más adecuada, el presupuesto de la entidad es inapropiado y la cantidad de personal calificado no es suficiente.
Ahora bien, en relación a la ayuda internacional, se observa al interior del Estado una situación muy particular. Hay una especie de mercado o competencia de las entidades públicas por los fondos de la cooperación que viene a ser apoyado por consideraciones de tipo político en detrimento de los argumentos técnicos. La falta de regulación sobre la manera en que deben gestionarse los fondos de la ayuda internacional hace que existan cerca de 50 oficinas de cooperación –en diferentes entidades– que se la pasan revoloteando alrededor de los donantes al fin de lograr recursos. Luego de muchos ires y venires, es común que los representantes de esas entidades –ministros especialmente– y los donantes lleguen a la Segeplan a convalidar y normalizar acuerdos en los que no ha participado la Secretaría. En este contexto, la Segeplan no tiene otro remedio que confirmar los acuerdos so pena de generar conflictos políticos.
¿Y cuál es la explicación de esa situación? Además del poco peso político que se le otorga desde la cabeza del ejecutivo a la Secretaría para coordinar la acción de las entidades estatales, está la Ley del Organismo Ejecutivo (LOE) que sitúa por una parte a los ministerios como entes rectores del área en que se inscriben y por otra, ubica la Segeplan como un ente asesor por debajo de los ministerios. Valdría la pena en estos tiempos que está de moda hablar de la modificación de la LOE por la creación del Ministerio de Desarrollo Social, revisar las competencias de la Segeplan y la manera en que esta se integra con las demás entidades del Estado.
Pero tal vez lo más interesante que se observa en el Informe y su presentación es que ha empezado a romperse dos creencias. La primera relacionada con la indispensabilidad de la ayuda para el desarrollo, el monto de ayuda no es tan impresionante como se creía; y la segunda, vinculada con la subestimación de los resultados de la ayuda, independientemente de su gratuidad se ha tomado conciencia sobre la importancia de priorizar acciones donde se obtengan réditos que beneficien el desarrollo. Pareciese que el país ha ido madurando y que se ha resquebrajado en alguna medida aquel culto a la cooperación según el cual el que paga los mariachis pide las canciones.
No trato de desdibujar que gracias a la Cooperación Internacional se mantienen vigentes en la agenda pública algunos temas; tampoco pretendo obviar que tiene razón cuando dice que la ausencia de una estrategia de desarrollo no permite alinear la ayuda, pero creo que detrás de ese argumento existe una gran burocracia de organizaciones nacionales e internacionales que se benefician del caos. En todo caso, ello no justifica ocultar el problema de fondo: la calidad y los pobres resultados que tienen los proyectos de cooperación independientemente que se alinean con el presupuesto o ejecuten a través de otras organizaciones.
Si la gestión por resultados es un problema para el Estado, también lo es para la Cooperación Internacional en Guatemala. Una revisión somera de proyectos en Guatemala indicará que para elaborarse muchos no se ciñen a los más mínimos procedimientos técnicos, ni siquiera a los establecidos por las mismas agencias de cooperación; encontrará algunos en los que no se sabe previamente que van a financiar o para qué; otros donde no se ha contemplado la sostenibilidad a mediano plazo; y se entenderá que la inclusión de la perspectiva de género es algo que la cooperación predica en Guatemala pero no aplica. Asimismo se dará cuenta que es común encontrar proyectos que, sobre la ejecución, cambien su sentido u orientación y sorprenderá al verificar que la mayoría no establecen indicadores claros de resultado y que son pocos los que realmente se evalúan.
Considero que si se quiere partir de la premisa según la cual los recursos de la cooperación son para el beneficio del pueblo de Guatemala, debe existir un mayor compromiso por parte de donantes en relación con la transparencia y el logro de resultados. No puede tolerarse que la información que la Cooperación reporta en la Base de Datos de la Asistencia para el Desarrollo (DAD) esté desactualizada o que a veces sea incoherente con los datos que ella misma suministra en la encuesta OECD –instrumento utilizado para medir los avances en torno a la declaración de París–; que el donante en los proyectos que ejecuta por fuera del Estado no suministre datos al Estado sobre beneficiarios o áreas de influencia para complementar la acción o que la cooperación sea cómplice para ocultar contratos, sueldos y sobresueldos de la administración pública. Tampoco debe permitirse que, en ocasiones, la Cooperación exija la no aplicación de la ley y los procedimientos nacionales para condicionar la ayuda o que se den situaciones en las que los intermediarios sean completamente irresponsables por su gestión.
Si este va a ser el panorama, en lugar de ayuda en recursos sería mejor tener más representantes como la Embajadora Británica que no aporta fondos pero participa en muchas actividades cívicas obteniendo tal vez la bulla mediática que muchos cooperantes buscan. La experiencia del puerto de Champerico –en la que no aún no existen explicaciones, ni responsables– es un buen terreno para que el nuevo gobierno siente un poco de orden y profundice un poco más los espacios de coordinación y articulación con la Cooperación.
Ojalá el Presidente no abandone dentro de algunos meses la intención de su discurso de posesión.
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