De EEUU, la Cicig, las élites, Mario Roberto Morales y la importancia de interpretar bien la situación
De EEUU, la Cicig, las élites, Mario Roberto Morales y la importancia de interpretar bien la situación
Para tener una práctica política que lleve a los sectores por el cambio a alcanzar sus objetivos políticos, es imprescindible hacer una lectura adecuada de la situación nacional. De otra manera, no se podrá acopiar de fuerza política para reformar al Estado y a la sociedad guatemalteca.
1. Generalizar saltando por encima de las diferencias es una operación de abstracción que puede dejar de lado aspectos singulares de un proceso, digamos, nacional. La vieja dialéctica sentenciaba que la verdad es concreta; por ejemplo, afirmaba que lo que es verdad en una sociedad no lo es necesariamente en otra, a pesar de las similitudes. Aunque las hay en las crisis de Brasil, Argentina, Ecuador y Guatemala (Venezuela y Nicaragua son casos aparte), en el sentido del papel del poder judicial en la defenestración de presidentes o en la persecución de exmandatarios para impedir su reelección, cada caso tiene sus particularidades, es decir, son síntesis de múltiples determinaciones que los hace, en la naturaleza profunda de sus crisis, únicos. Los procesos judiciales en estos países son esencialmente diferentes.
En el caso de Guatemala, aquí salta a la vista una diferencia fundamental con el resto de países: el poder político no ha estado ni está en manos de fuerzas políticas progresistas, ni antimperialistas, pues ni Otto Pérez ni Jimmy Morales responden a un nacionalismo socialdemócrata o de izquierda como lo fueron los gobiernos de Lula, Correa y los Kirchner. Estos gobiernos de Guatemala son de derecha, conservadores, con una base militar y oligárquica, alineados a los intereses norteamericanos.
2. Por otro lado, aquí la forma particular de intervención externa se ha dado a través de la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (Cicig), que fue el último recurso del movimiento de derechos humanos y de reforma de la justicia, surgidos de los Acuerdos de Paz, ante la imposibilidad de desmontar las estructuras paralelas de crimen organizado en control de instituciones del Estado y, sobre todo, del sistema de administración justicia, lo que explica que por décadas haya imperado en el país la impunidad. El aparato de justicia ha estado tomado, además, para evitar los juicios por las atrocidades cometidas por el Estado contrainsurgente durante el conflicto armando. Ante esta tozuda realidad, la Cicig fue una iniciativa nacional, que arrancó desde la sociedad civil durante el gobierno de Alfonso Portillo, que apoyó su canciller Edgar Gutiérrez, y que se concretó con el liderazgo del vicepresidente del gobierno de Óscar Berger, Eduardo Stein, acción que significó el reconocimiento y la aceptación, por parte de ciertas fuerzas políticas en el Estado, de la incapacidad de éste de desmantelar con sus solas fuerzas los Cuerpos Ilegales y Aparatos de Seguridad (CIACS). Fue una concesión voluntaria y justificada de soberanía.
Que quede bien claro entonces que la Cicig no tiene por misión principal la lucha contra la corrupción, en la que resultó concentrándose porque durante el gobierno del general Otto Pérez Molina, los CIACS de crimen organizado y narcotráfico asaltaron de forma total y abierta al Estado, cometiendo actos flagrantes y, a veces, increíbles, de corrupción. En el camino de la lucha contra los CIACS, la Cicig se topó con que la corrupción era el mecanismo de funcionamiento del Estado y modus operandi de poderosos grupos de empresarios, en alianza con políticos y militares, configurando un Estado depredador y una elite depredadora. Hay que recordar que quienes fueron a firmar el convenio que dio vida a la Cicig a la ONU, fueron Stein y Carlos Vielman, quien a la postre resultó perseguido por la Cicig como otros grandes empresarios, políticos conservadores y militares, provocando sorpresa a quienes apoyaron la suscripción del convenio de la Cicig. Se configuró una situación contraproducente, es decir, a esta fuerza política le salió el tipo por la culata, pues para ella la Cicig estaba diseñada para unos y no para todos.
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3. Por su lado, el gobierno demócrata de los Estados Unidos, afectado por el flujo importante de narcotráfico y por la migración masiva de ciudadanos desde Guatemala (“la invasión de centroamericanos a EU”), se encontró con un instrumento ideal, dado por los propios guatemaltecos, para promover cambios en el Estado y la sociedad en los ámbitos de seguridad, justicia y fiscal, para que el país fuera viable social, institucional y económicamente y, de esta manera, dejara de ser una amenaza a su seguridad nacional. La Cicig no fue una invención del gobiernos de los Estados Unidos, pero el gobierno de Barack Obama la utilizó en la medida de lo posible (la Comisión no es una apéndice de la embajada) para promover una recomposición del poder en Guatemala, puesto que desde hace tiempo llegaron en el Departamento de Estado a la conclusión de que el desastre económico, social y político de Guatemala se debe, en sus causas profundas, a la estructura de poder oligárquico militar (tal vez desde 1951, con el trabajo de George Britnell, y seguramente desde el Informe de la Comisión Bipartidista de Kissinger en 1983).
La crisis humanitaria de los miles de niños migrantes capturados sin sus padres en la frontera de los Estados Unidos encendió las alarmas y el gobierno de Obama y los altos mandos políticos y funcionarios de carrera del Departamento del Estado utilizaron a la Cicig para luchar contra la corrupción, a la vez que lanzaron el Plan para la Prosperidad. Más que la profundización de un modelo de desarrollo extractivista (minero), hidroeléctrico y palmero, lo que demanda el Plan para la Prosperidad a cambio de la insignificante ayuda financiera (ni siquiera mil millones de dólares para los países del Triángulo Norte de Centroamérica en varios años), es el fortalecimiento de las instituciones públicas, la lucha contra la corrupción, el aumento de los ingresos fiscales del Estado, la implementación de políticas sociales para evitar la migración, el mejoramiento de la seguridad y cuidar las fronteras, así como reducir sensiblemente la criminalidad. El imperio norteamericano se mueve por sus intereses, pero también hay corrientes idealistas de corte liberal que en sus dominios combinan el bienestar de la población, su estabilidad y seguridad, con sus negocios. No siempre en Washington gobierna unilateralmente el frío interés egoísta y la despiadada voluntad de dominio. Juzgar al Plan de la Prosperidad sin haber estudiado los documentos que le sirven de base y establecer en qué consiste no es solo pereza mental; es irresponsabilidad.
4. Asimismo, las acciones de la Cicig galvanizaron las energías dormidas de importantes sectores de una sociedad civil del país que venían fortaleciéndose, pero que no conocían todavía sus propias fuerzas y que, además, se encontraban divididos y fragmentados. Los movimientos sociales y las organizaciones populares (de campesinos, de mujeres, de mayas, de estudiantes, de derechos humanos y justicia) se nutrían y aprendían en sus luchas por los derechos humanos y sociales, encontrándose en un proceso de reconstrucción después de la debacle de finales de los años 70 y la destrucción de los 80. Sin embargo ahora, ante la coyuntura crítica, la sociedad civil se moviliza y ha tenido éxitos sorprendentes al convocar a decenas de miles de ciudadanos y ciudadanas a La Plaza, a las plazas de las ciudades de los departamentos, a las calles y carreteras del país. A su mismo liderazgo y a los agentes del Estado y la economía les ha sorprendido la capacidad demostrada en las movilizaciones masivas, lo cual no se puede entender sino como un fenómeno de descontento, sobre todo al principio, en gran medida espontáneo por parte de las clases medias y que se explica por la acumulación de frustración, en especial por la indignación que produjeron las revelaciones de la Cicig: el lodazal de la corrupción que ha salpicado a las elites empresariales, políticas y militares. Entre tanto, han emergido durante la crisis nuevas organizaciones de jóvenes, un liderazgo valiente y de sabiduría política precoz en una sociedad civil que se muestra ahora vigorosa y diversa ante la inútil resistencia del viejo régimen encarnada en la improvisada, inepta y patética presidencia de la República.
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5. Es de hacer notar que esta coyuntura ha producido una división en el seno de la oligarquía que gira básicamente alrededor de cómo manejar la crisis, cómo enfrentar el terremoto político que produjo la actuación de la Cicig contra las estructuras de crimen organizado y la corrupción crónica en el Estado. La fracción de la oligarquía y los grandes y medianos empresarios que se han unido a la lucha contra la corrupción lo han hecho entre otras razones porque la modernización del país y el respeto al principio de legalidad es una ventaja para hacer negocios en el ámbito nacional e internacional, pero lo que explica a fondo su fractura es que este sector reformista ha comprendido que ya no se pueden detener los cambios y que resistirse puede resultar peor, en el sentido de que se pueden provocar cambios más radicales que incluso pueden derrumbar al sistema y afectar definitivamente sus intereses. Su lema puede ser el “únete a ellos si no puedes vencerlos”. La otra fracción que se opone con obstinación a las transformaciones no está dispuesta a ceder un milímetro de sus privilegios, por ello apoya al gobierno en su lucha contra la Cicig y financia a las expresiones más radicales de la extrema derecha. Para esta fracción reaccionaria, el viejo régimen es el mejor de los mundos posibles, algo así como que ellos creen que administraban en Guatemala el paraíso en la tierra (el espíritu señorial y criollo de Álvaro Arzú).
6. Ahora bien, la corrupción en sí misma no es el principal problema de las clases subalternas, de los marginados y los pobres, pero la debilidad del Estado, la falta de recursos fiscales, la ausencia de un Estado de Derecho y de seguridad, así como la baja inversión social sí que les afecta, puesto que deteriora la calidad de vida de todas las ciudadanas y ciudadanos. Sin duda, estos fenómenos de déficit estatal tienen en la corrupción una de sus causas fundamentales. Y es que la falta de respeto al principio de legalidad por parte de los agentes del Estado y de la economía agiganta la corrupción y bloquea el camino del desarrollo y el bienestar generales.
7. Por ello, la alianza popular con los segmentos reformistas del empresariado, grande y mediano, depende no solo de su llamado enfático y reiterado al diálogo (como hace Richard Aitkenhead), sino de una clara disposición, probada con hechos, a realizar las reformas necesarias e impostergables del Estado y, por lo tanto, de la economía del país. La alianza nacional por el cambio -con apoyo internacional- puede ser un gran abanico multicolor si y solo si hay muestras evidentes de que el sector empresarial anticorrupción está abierto a abandonar sus privilegios y a funcionar respetando el principio de legalidad. Una alianza de esa índole abriría fácilmente las puertas a las reformas truncadas en varias oportunidades durante ya más de medio siglo (1954, 1985, 1996).
8. La verdad es siempre concreta, dijo Lenin, porque es síntesis de múltiples determinaciones y sobredeterminaciones, y se configura en la combinación de lo general, lo particular y la singular, generando situaciones únicas, irrepetibles e inéditas, como ha sido siempre la historia. Una narrativa esquemática y supuestamente ortodoxa es sencilla de comprender, pero es engañosa y puede inducir interpretaciones equivocadas, como las de Mario Roberto Morales, que al inventarse una narrativa radical (rojinegra como la bandera del sandinismo de Ortega), que ejemplifica los errores en las lectura de la situación nacional señalados, nos puede llevar al fracaso en la construcción de una Guatemala igualitaria y verdaderamente independiente.
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