Llevo unos palos sobre el manillar. Los usamos para jugar bicipolo. Esa excusa para juntarme con mis amigos bicicleteros y pasarla bien. Aunque ahora, me concentro en los pequeños movimientos que intuyo me harán jugar mejor. Es divertido. Un juego de mantener el equilibrio. La regla principal es nunca bajar el pie. Hay que bloquear, driblar a otro bicicletero, combinar e intentar anotar un gol. Así de rupestre. Pero aún somos torpes. Y lo sé cuando me pongo a ver vídeos en el youtube.
Esos palos hacen que mi bici exceda el ancho “normal”. Es un ancho que no permite que los carros me rebasen con facilidad. Así que deben esperar. De todos modos, el tráfico es lento y no le veo ningún sentido querer apurar el paso. Un carro adelante o uno atrás. Esa parece ser la diferencia y la razón de las luces y las bocinas que siguen intentando que me quite. No sé hacia dónde realmente quiere que me mueva. No nos quieren ni en las aceras, ni tampoco en las calles. Después de todo, aún somos minoría por más que me empecine en creer lo contrario.
El carro logra rebasarme. Lleva los vidrios con un polarizado que deja ver hacia adentro. El polarizado ahora es una norma general, pero prohibido en el Reglamento de Tránsito. Lo conduce una señora morocha. Baja el vidrio. Calculo que tendrá mi edad. Me grita con una voz imponente y rabiosa. “Ojalá te tiren a la mierda, hijo de la gran putaaaaa”. Yo intento sonreírle pero me sale una risa nerviosa que luego juro que fue una carcajada. Sigo pedaleando. Me rebasa y se pone frente a mí. Veo la placa. Es un comportamiento reflejo cada vez que me pasa una de estas cosas. No sé para qué, pero siempre he querido memorizarlas.
La otra vez, en una de esas escasas mañanas de bicipolo, y mientras tomaba un descanso, hablábamos de conductores imprudentes. De hecho, es un tópico habitual entre ciclistas. Nuestras pequeñas historias de resistencia y que nos hacen sentirnos especiales. En esa charla alguien comentaba que sería una buena idea armar una página en Facebook. “Conductores mala leche” o algo por el estilo. Subir fotos y alguna descripción para desahogarnos. Después de todo, todo termina ahí. Quizá para eso me serviría memorizar las placas, pero nunca lo he logrado.
Sí se me quedan otros detalles más importantes que una secuencia azarosa de números y letras que no dicen nada. Nada certero, quiero decir. Es un carro negro, tipo sedán. De cuatro puertas. Un carro de marca japonesa. Un modelo de finales del siglo pasado. La verdad es que eso tampoco dice mucho. Me atrevo a especular que debe ser el único carro de la familia y que seguro tendrá hijos que van y vienen del colegio en los asientos traseros.
Entiendo a la señora. Podría jurar que viene de algún lugar cercano y que lleva metida en el tráfico lo que tarda el ganador de una media maratón. O una completa. Pero yo poco sé de esos cálculos. Supongo que ése es un tópico entre los conductores de carros en ésta y en cualquier otra ciudad. Ciudades donde el carro es una especie de culto y la prueba más evidente del fracaso de los planes urbanos tradicionales de movilidad. Planes donde el carro es la prioridad. Y poniéndome ideológico, del fracaso del sistema como tal. El carro también tiene en el bomper la silueta de una virgen realizada con las cuentas de un rosario. El carro cruza un par de cuadras adelante. Podría haberme ido detrás de ella, pedaleando lento y aún así, llegaríamos juntos a donde sea que fuera.
Sigo mi camino. Intento sonreír y silbar. Claro, a veces se cruza algún carro que sí representa una amenaza inminente. Entonces paro y dejo que se vayan. Carros enormes que nunca bajan el vidrio. Carros con un polarizado tan espeso que uno puede verse reflejado de una forma bastante nítida. De esos carros, nunca he memorizado nada. Pero es verdad que son los menos. La mayoría son carros con descripciones más “genéricas”. Con conductores a los que habría que convencer que los que nos movemos en bici, no somos la causa del tráfico, y que no representamos amenaza alguna. Menos en horas pico. La pregunta es cómo hacerlo. Por ahora, si pudiera ir con una cámara en el casco ya hubiera iniciado esa página. La señora me dio una fabulosa idea para nombrarla.
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