Lugar del teocidio: Guatemala. Culpables: el Pacto de Corruptos. Breve sumario del asesinato y de los involucrados: pastores teocidas se congregan para orar por la expulsión de quienes luchan contra la corrupción. Rezan por el milagro de la impunidad. Padres legislativos montan una comisión para interrogar a los investigadores de sus crímenes. En el escenario delirante de esta sacrocomisión, los criminales atestiguan en calidad de víctimas, devienen fuente de verdad, sujetos de justicia. En la escena teocida quedan los vestigios —todo apunta a un comediante siniestro como responsable— de la instauración de un culto posgramatical que tiene por letanía «que se persiga el delito, y no a la persona». Se tiene noticia de invocadores del nombre de Dios para representarse a sí mismos y legitimar sus obscenidades. Entre los sospechosos figuran universidades que optan por el encubrimiento cómplice —activa o silentemente— del acto criminal. Finalmente, sumos sacerdotes justifican sus delitos con las herramientas de una lógica metonímica: «¡Si no paran de investigar, lo que tendrán que hacer es ponerle rejas al país porque todos quedaremos presos!». Las consecuencias del teocidio: la fabulación de la verdad, la nihilización de la realidad, la muerte del absoluto. La «desvalorización de todos los valores» —el nietzscheano nihilismo consumado— tiene lugar en la sociedad guatemalteca y es aclimatada por el Pacto de Corruptos.
¿Cómo puede este crimen convertirse en euangelium? ¿Cuál es el contenido de esta buena noticia? Como quería Nietzsche, si el mundo verdadero deviene fábula, las pretensiones de uniformización de la realidad pierden sentido. Este mundo verdadero, sin embargo, es el de los vencedores, el de los teocidas. Ellos «han borrado el horizonte» y hacen sucumbir la distinción entre el bien y el mal, entre la verdad y la mentira, entre la corrupción y la virtud. El Pacto de Corruptos, además, es nihilista por exorcizar los hechos incómodos: la desnutrición crónica infantil, la emigración masiva, el empobrecimiento de la clase media, el desabastecimiento de medicamentos en los hospitales nacionales, los desastrosos efectos del cambio climático en distintas regiones del país, la evasión fiscal, etc. En todo caso, es esta época del teocidio guatemalteco la que anida nuestras esperanzas.
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El dios occiso era el referente que había justificado y legitimado hasta hoy la violencia de los poderosos. La ambición de los teocidas, su estupidez y su descaro los han convertido en asesinos de la fuente de su obsceno bienestar. Perdida ahora la referencia absoluta, no hay razones suficientes para desechar el proyecto de los feminismos guatemaltecos. Se debilita también el alcance de las sospechas sobre las organizaciones indígenas y populares que empujan la refundación del Estado. No puede tomarse ya en serio la moralidad violenta de quienes denigran al colectivo LGBTIQ+. Al desaparecer los obstáculos que impiden la experiencia del amor y la amistad, la democracia parece tener finalmente una oportunidad.
A contrapelo de lo supuesto por Nietzsche, no todos somos responsables del teocidio, pero sí de poner a nuestro favor lo que viene «después de desprender a la Tierra de la órbita del Sol». El «Dios ha muerto» no resuena, pues, como un Kakosangelium, como una mala noticia, sino como el anuncio de la emergencia de las posibilidades de la descolonización, de la despatriarcalización, del ágape. Y si ciertamente —esta vez dándole la razón a Nietzsche— el fin del mundo de los teocidas es de larga duración, muchos y muchas —cual Übermenschen— aclimatan desde ya un horizonte posteocida. Uno con muchos dioses, polifónico, poliestético, interepistémico y polilógico. Uno que, como en Estudios del fracaso medidos en tiempo y espacio, de Ángel Poyón (2008), distorsiona las medidas espaciotemporales de los vencedores. Un horizonte nihilista descolonial.
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