Es la manera que tenemos los seres humanos de contar un relato, de construir y legitimar ideas, de tratar de alcanzar consensos y buscar objetivos comunes. Ideas que al volverse algo aceptado por la generalidad permiten luego tomar decisiones de política pública, asignar presupuestos y crear o desmantelar instituciones.
Hay narrativas de narrativas. Digamos que unas son mejores que otras. Unas facilitan más el desarrollo y otras lo obstaculizan. Pero lo que sí tienen en común todas las narrativas es que, una vez que se instalan en el inconsciente colectivo, desmontarlas toma un tiempo, mucha evidencia y trabajo sistemático para construir una lectura distinta.
En el caso de América Latina hay dos narrativas perversas que nos están haciendo mucho daño en el avance por la senda de la inclusión y el progreso.
La primera es esa idea de que América Latina es una región de renta media. Aclaro que este no es un problema exclusivo de los latinos. Es un concepto que la banca multilateral ha martillado hasta el cansancio en busca de un indicador para poder agrupar a los países y priorizar las formas y condiciones de cooperación técnica y financiera.
Así, al decir que los latinoamericanos somos todos países de renta media, lo que nos están diciendo implícitamente es que tenemos menos necesidades que otras regiones del planeta y que tenemos más recursos propios para atender nuestros problemas. Por lo tanto, no deberíamos ser prioridad en la agenda de desarrollo internacional.
Dicho de otra manera, la narrativa que el mundo entero ha comprado con el argumento de la renta media es que el problema global más importante es la pobreza y que este se resuelve en buena medida con recursos financieros altamente concesionales, como los que se canalizan a buena parte de África.
La segunda narrativa perversa es la de una América Latina con niveles de urbanización que rondan el 80 %. Y no porque la urbanización sea mala. Al contrario, las urbes ofrecen muchas ventajas para la vida en sociedad. El problema es cuando la idea que se instala es que la urbanización es sinónimo de progreso y que el espacio rural es equivalente a dispersión y atraso.
Pero, más allá de la discusión conceptual, hay otro problema con la tan trillada urbanización latinoamericana. Tiene que ver con la métrica que estamos utilizando. Actualmente, en nuestras legislaciones se define el espacio urbano de forma dicotómica y se cae en absurdos como pretender que una población como San Manuel Chaparrón, en el oriente de Guatemala, es tan urbana como las megalópolis de San Pablo y la ciudad de México.
Así, al reducir las dinámicas urbano-rurales a un simple blanco o negro, automáticamente se anula la posibilidad de pensar en el territorio como algo mucho más rico y complejo. Solo ahora comenzamos tímidamente a darnos cuenta de que las clasificaciones binarias no resuelven mucho y de que nos urge retomar conceptos y métricas optando por gradientes, como ya lo hace Colombia en el marco de los acuerdos de paz, por ejemplo.
Ambos mitos, renta media y alta urbanización, inhiben la acción pública tanto doméstica como internacional para promover un desarrollo balanceado en los territorios de América Latina. Al ser percibidos como países relativamente más ricos, la transferencia tecnológica que proviene de las cooperaciones Norte-Sur y Sur-Sur se reduce. Además, al ser percibidos como una región altamente urbana, al momento de priorizar los recursos fiscales es fácil imaginar adónde irán a parar y quiénes se quedarán con las sobras.
Ahora bien, al ser los latinos los principales dolientes de estas narrativas obsoletas, somos también nosotros los llamados a dar esa batalla y cambiarlas con argumentos, ideas y propuestas frescas que procuren un desarrollo balanceado tanto en las ciudades como en el campo.
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