Los autores son claros desde el inicio: “Sabemos que usar mascarilla afuera de los centros de atención hospitalaria ofrece poca, si alguna, protección respecto a la infección.” El contacto cara a cara que podría generar contagio se estima que debe durar entre 10-30 minutos y a una distancia menor de 1.8 metros. Por lo tanto, la probabilidad de infección por una interacción corta en el espacio público es mínima, advierten los autores. Más bien, el deseo por el uso masivo de las mascarillas es el resultado de la ansiedad que produce la pandemia[1].
Donde sí debe garantizarse su uso es en los centros de atención médica, que reciben a pacientes con síntomas de infecciones respiratorias de origen viral. La mascarilla debe ser parte del equipo de protección personal, además de los guantes, los lentes y la bata adecuada.
Los autores también explican que para un proveedor de salud sano que atienda a un paciente asintomático, el uso de mascarilla reducirá mínimamente las probabilidades de contagio si no tiene protección adicional, pues las gotas de saliva pueden penetrar por sus ojos o pueden caer en sus manos y luego llevárselas a la cara, particularmente porque el uso de mascarilla aumenta la tendencia a tocarse la cara.
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Lo más convincente parece ser el argumento del uso de mascarillas para evitar que trabajadores de la salud asintomáticos contagien a otros colegas o pacientes, al toser o estornudar. No obstante, subrayan que el uso universal de la mascarilla en los hospitales, por sí solo, no es la panacea.
Por el contrario, focalizarse únicamente en el uso universal de la mascarilla podría, paradójicamente, conducir a un mayor nivel de transmisión del COVID19. Según los autores, esto se debe a que distrae la atención sobre la implementación de medidas fundamentales para controlar el contagio.
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Esas medidas incluyen la realización de pruebas a todos los pacientes que llegan a los centros de atención médica con síntomas de COVID19 e, inmediatamente, llevarlos con mascarilla puesta a un cuarto aislado. También volver a hacer pruebas diarias a todos los pacientes admitidos por síntomas de COVID19, por si apenas estaban encubando la infección cuando fueron examinados la primera vez, o se expusieron al virus mientras estaban en el centro de atención.
Más que el uso generalizado de las mascarillas, los autores recomiendan relajar los criterios para la aplicación de pruebas diagnósticas. Es decir, hacerlas a pacientes con ligeros síntomas, que potencialmente podrían ser el resultado de la infección viral respiratoria. Esto incluye a pacientes con neumonía, dado que un tercio de las neumonías son provocadas por virus y no por bacterias. El distanciamiento social y la higiene de manos son otras medidas que no deben dejarse de lado.
Los autores reconocen que el beneficio marginal del uso de mascarillas es debatible en comparación con las otras medidas ya mencionadas. Pero que, en el contexto de los centros de atención médica, dependerá de la prevalencia de trabajadores de la salud con ligeros síntomas o asintomáticos, lo cual hay que sopesar contra el riesgo que ellos mismos contribuyan a la difusión del virus.
Por los datos recopilados en Wuhan se sabe que los pacientes asintomáticos juegan un papel importante en el contagio de COVID19, pero definitivamente el riesgo de contagio es menor respecto al de pacientes que ya tienen los síntomas.
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En el artículo citado, también se dice que el beneficio potencial del uso universal de las mascarillas debe contrastarse con el riesgo futuro de escasez, lo que dejaría vulnerable al personal médico que tiene una exposición al contagio mucho mayor cuando atienden a pacientes con claros síntomas.
Más allá de la contribución que puedan tener para reducir la transmisión del virus, las mascarillas son un recordatorio visible de algo invisible. O sea, bien entendidas, pueden constituir un recordatorio de la importancia del distanciamiento social y otras medidas para el control de la infección, como el lavado de manos.
En ese sentido, los autores finalizan con que las mascarillas no son únicamente herramientas, sino que funcionan como un “talismán” que puede ayudar a percibir cierto nivel de seguridad, de bienestar y confianza, pero entre los trabajadores de la salud en el contexto de sus hospitales.
La conclusión del artículo es muy pertinente para momentos como el que ahora vivimos en Guatemala, con un Estado que no hace suficientes esfuerzos para aumentar el número de pruebas diagnósticas, pero pone multas entre 7,000 y 150,000 quetzales por no utilizar la mascarilla, sin haberlas entregado antes de forma generalizada, y por otro lado niega datos básicos a los periodistas sobre la evolución de la pandemia en el país: “Todos estamos sujetos a sufrir de miedo y ansiedad, especialmente en momentos de crisis. Pero se podría argumentar que el miedo y la ansiedad son mejor aliviados con datos y educación que con el beneficio marginal de las mascarillas.”
[1] Klompas, M. et al. “Universal Masking in Hospitals in the Covid-19 Era,” The New England Journal of Medicine, DOI: 10.1056/NEJMp2006372
Alicia Chang es pediatra infectólogo de la Unidad Nacional de Oncología Pediatrica (UNOP) y vicepresidenta de la Asociación Guatemalteca de Enfermedades Infecciosas (AGEI).
Carlos Mendoza es economista y violentólogo especializado en datos. Es coordinador académico de Asociación Diálogos.
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