Salí a comprar pan, en el camino vi a un anciano sentado frente a la puerta de una casa. Su rostro me pareció familiar, se había quedado dormido mientras esperaba el bus, llevaba puesto un pantalón gris, unos zapatos grises, y una chaqueta gris. Su cabello también era gris y muy bien peinado. Dormía tan profundamente que parecía que el tiempo se había detenido en ese umbral. Era como ver una fotografía en blanco y negro, me cautivó por completo y no tuve más remedio que caminar lento porque continuar con el ritmo que llevaba me pareció fuera de lugar.
Cuando llegué a la panadería, apenas estaban poniendo el pan en las bandejas. El calor del pan recién horneado hacía que todo el lugar tuviera un clima muy agradable y un olor que provocaba quedarse más tiempo del necesario. Salí de ahí con una bolsa tibia llena de pan que tomé con las dos manos mientras caminaba de vuelta a mi casa.
Avancé un poco y me di cuenta de que en donde estaba el anciano ahora había un grupo de gente que lo rodeaba, también una ambulancia sin luces ni sirena, me acerqué para ver qué pasaba, los paramédicos no estaban haciendo nada, o estaban esperando algo, que es prácticamente lo mismo. La piel del anciano estaba gris y se notaba tensa pese a las múltiples arrugas que la atravesaban. Escuché a alguien decir que había muerto de frío. Llegué a mi casa y me senté a comer, el pan se deshacía mientras distraídamente lo dejaba dentro de la taza con café ralísimo que mi abuela me había preparado.
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Supe bien de comer en familia solo mientras mi abuela vivía, pasó mucho tiempo para que volviera a experimentar algo similar. Fue cuando comencé a trabajar haciendo cine, de pronto me encontraba con un grupo de gente con quienes tenía no solo que trabajar sino, dormir, comer y vivir por periodos prolongados de tiempo, y yo, que estoy hecha de familia disfuncional, encontré ahí un hogar y una mesa para compartir.
El cine puede parecer glamoroso, pero es todo lo contrario. Hacer una película es poner el cuerpo. A veces, con muchos desvelos encima, con cansancio físico, mental y emocional, cargando cajas o cables, estando en una montaña, en un volcán, en un basurero, en el desierto, en otro país o en una zona roja; uno levanta la cabeza y ve al otro, y ve en sus ojos ese hogar lejos del hogar, ve esa mirada cómplice que acompaña y que sabe qué se siente hacer lo que hacemos. Entonces uno sigue, y al final de cada película hay mas amor para ese otro, para todos esos otros, para ese colectivo con el que se ha vivido, tal vez, los mejores y los peores momentos de la vida.
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Hace unos días supimos que de ahora en adelante esta familia de la que hablo, estará incompleta. Que cuando volteemos buscando aliento en algún rostro conocido, no será más el suyo el que voltee hacia nosotros y sonría. He visto a la gente de cine, a ese colectivo del que soy parte, hacer cosas extraordinarias y maravillosas, y los admiro profundamente por ello. Ahora los veo como no los había visto nunca, llenos de la tristeza profunda que provoca la pérdida, y los amo profundamente por ello. Hay un sentimiento indescriptible, o más bien que no pretendo describir, porque me temo que nada que pueda decir le haría justicia a lo grande y fuerte que es esta familia y al amor que nos tenemos.
Hoy sabemos que la vida que conocíamos se acabó, que comienza otra y que la próxima vez que nos sentemos a comer, en nuestra mesa hará falta un amigo y que en su honor cantaremos:
«No lo hice antes, pero hoy es el día, hoy vengo a darte gracias por todo ese amor.
Que bueno tener amigos que se paren firmes contigo, (…) una estrella dándote luz cuando estas caído, el poder de ese amor, esa energía, mandando calorcito en cada noche fría»
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