El Mateo Flores: diccionario de recurrencias citadinas
El Mateo Flores: diccionario de recurrencias citadinas
En ZOOM, los autores tienen una vinculación afectiva con el lugar del que hablan (o al menos eso intentaremos), y toman como punto de partida e hilo conductor un lugar concreto, un microcosmos, para hablar más ampliamente de esa región.
M: MONUMENTO
Febrero 2014. No pasaba desapercibido. Era un monumento recubierto y todos los pasantes entendíamos que estaban remodelando la rotonda. En realidad, no había, no hay pasantes: sólo vehículos que entran, giran y salen disparados para el centro, para la Séptima Avenida o para la zona 5 de la ciudad. Es una rotonda que tomo a menudo últimamente y como todos los demás, casi no volteo a ver hacia mi derecha a pesar de los años pasados en recorrer hasta sus túneles. A la derecha se asoma un espacio que representa una esquina privilegiada de mi álbum memorioso: el estadio… El estadio “Mateo Flores”. No he entrado ahí en más de veinticinco años y aún recuerdo el olor y esa pequeña satisfacción que sentíamos cuando nos abrían las rejas sólo a nosotros, mientras los transeúntes o el público se apiñaba afuera. Nosotros entrenábamos. No medía ni siquiera un metro cuarenta, cuando empezamos, mis hermanos y yo, a asistir asiduamente a los entrenamientos de atletismo. Siete años, creo que tenía.
El monumento ha sido descubierto. Es una obra escultórica de colores: amarillo, azul, verde… ¿Los colores de los aros del símbolo olímpico? Son cinco brazos en ángulo recto con forma de copo de nieve tropical. El tamaño impresiona y efectivamente, ahora se podrá utilizar como punto de referencia para llegar al estadio.
A las ocho de la mañana, dirigiéndome hacia el centro, veo a los barrenderos de los lunes luchar contra los restos de lo que habrá sido una batalla más de fútbol dominical. Es común relacionar al estadio con el fútbol, esa pasión que como diría Fontanarrosa, convierte a las ciudades en calderas.
Antes de que los recorridos de 10K, de 21K o de 42K fueran co-patrocinados por casas comerciales, bancos o empresas, muchos corredores anónimos pasaban horas entrenando en el estadio, en sus pistas de arcilla delimitadas por líneas artesanales de cal. El Monumento “Copo de Nieve Tropical” –he decidido que así se llame– no habla de esas historias que la arcilla mezclada con sudor encierra. No habla de las carretas de vendedores que pululaban a la salida de los entrenamientos; no habla de los vendedores de entradas para los partidos; no habla de las peleas a muerte; no habla de los buses en los que viajaban para las competencias regionales las promesas jóvenes del deporte nacional; no habla de Lencho, el bolo tendido entre los matorrales de la colina vecina; no habla del bolo de los entrenamientos de los martes por la tarde cuando tenía catorce años y salíamos a hacer los recorridos afuera del estadio. ¿De qué habla un monumento? Aparentemente, nuestro Copo de Nieve Tropical está muy a tono con la tendencia nacional: la desmemoria.
En Guatemala de la Asunción cargamos con siglos de una historia monumental citadina que alaba la grandeza de la época liberal guatemalteca. Fijados que somos los capitalinos en las historias heroicas. ¿Y quién no? El monumento es el vehículo perfecto de conmemoración. Guerras enteras se han reconstruido a través de los monumentos: son objetos que reflejan un lugar de memoria, un espacio narrativo de una versión de la historia –generalmente de la victoria–. Los monumentos permiten hacer una radiografía de las políticas de memoria. ¿Quién decide qué recordar, cómo recordar y cuándo recordar? Los monumentos hablan de figuras, de encuentros, desencuentros, de batallas, de guerras, de muertos, de héroes, de víctimas. Pero en esta ciudad, lo que NO dice un monumento es más elocuente que lo que dice, empezando por los nombres de los puentes, de las carreteras, de los edificios… “Estadio Mateo Flores”, en honor al atleta –al corredor que nació como Salvador Guamuch–. Pero la grandeza no puede ser indígena.
En la capital no tenemos un mural como el de Comalapa que invite a una reescritura de la historia, aunque las manos que lo pintaran estén habitadas por sus propias contradicciones. Quizás por eso los graffitis que se asoman a los costados del estadio y que recubren cada dos por tres los encargados de mantenimiento ¿municipal? sean tan irreverentes con la historia oficial como el olor a orines de las paredes del estadio que matiza la victoria de cualquier equipo de fútbol, con ese halo nauseabundo que se infiltra en nuestro organismo y que tratamos de enmascarar tapándonos insistentemente las narices cuando lo que más quisiéramos es vomitar.
¡La escritura monumental para la posteridad! ¡Esa voluntad eterna de transmisión de las huellas del pasado! Mi Copo de Nieve Tropical quedará atemporalmente fijado a un invierno memorioso.
D: DESCAMISADOS.
La mancha naranja del Dr. Wellington Amaya
“En vida padeció de irrealidad, como tantos ingleses; muerto, no es siquiera el fantasma que ya era entonces.” JL Borges en Tlön, Uqbar, Orbis Tertius
El oftalmólogo Wellington Amaya era una especie de mecenas de los descamisados del atletismo. Nunca supe cómo le nació su afición al deporte. Todos conocemos (¿la conocemos realmente?) la historia del marchista Erick Barrondo. Ficciones contemporáneas. ¿Quién se acuerda de Aureliano López Coco o de Carlos Cuque López? ¿Quién se acuerda de los corredores de fondo de Boca del Monte?
Carlos Cuque López era de “los de Boca del Monte”, con trabajos precarios primero en la municipalidad de Guatemala y luego como conserje, a finales de los años setenta, en la sede de la Confederación Deportiva Autónoma de Guatemala (CDAG). Los de Boca del Monte como los de Mixco, salían de madrugada corriendo desde sus casas hasta sus puestos de trabajo. No tenían ni para los tenis reglamentarios y corrían con lo que fuera. A mediodía, Carlos abandonaba la CDAG y daba de veinte a cuarenta vueltas al estadio, se duchaba, regresaba al chance y después a su casa… corriendo.
Esas ciudades dormitorios se han multiplicado en la capital; una ciudad que es una masa amorfa, con sus delimitaciones geográficas por zonas; con sus ramificaciones que se extienden hasta los barrancos como torbellinos de cemento. Centenares de trabajadores toman de tres a cuatro camionetas desde Boca del Monte todos los días, de ida y vuelta. Lo que alguna vez fue una aldea colindante a la zona 13 de la ciudad de Guatemala se ha convertido en un satélite citadino que si bien antes anunciaba su proximidad a la montaña (“la boca del monte”) ahora reivindica su proximidad a la urbe.
Ignoro qué número de camioneta o ruletero descendía hasta Boca del Monte en la época en la que Carlos Cuque López corría desde su casa. Lo único que sé con mediana certeza, porque no he logrado dar con él en estos meses, es que corría. A lo mejor es un mito; pero no importa. A mí, al menos, no me importa. Si de algo carece “la capirucha” es de mitos urbanos que te remuevan las entrañas o que sustenten nuestros sueños diurnos. El peso de la realidad no te deja dormir en Guatemala. Pero dormimos. ¿Cómo dormimos en esta ciudad de muerte? Dicen que en el centro de la ciudad vive un chino –el chino “solidario”– que reparte somníferos a domicilio. El tipo de repente se ha vuelto millonario del insomnio colectivo. A lo mejor también incluye pastillas para el escapismo virtual porque los capitalinos dormimos a pierna suelta. ¡Claro que dormimos! ¿De qué estamos hechos los capitalinos? A nosotros nos cae como anillo al dedo la frase de Saramago: “de esa manera estamos hechos, mitad indiferencia, mitad ruindad”. A fuerza de no ver, no escuchar, no leer, no saber y de encerrarnos con cuatro trancas, dos candados, tres o cuatro policías panzones arrinconados en una garita, conciliamos un sueño “seguro”. Pero ¿soñamos?
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El Dr. Amaya, un ecuatoriano afincado en Guatemala, sí soñaba. En 1974 Holanda había jugado la final del campeonato mundial de fútbol contra unas disciplinadas piernas germanas en el estadio olímpico de Munich. Eran los años de Franz Beckenbauer y de Johan Cruyff. Yo era apenas una pulga que empezaba a dar los primeros brincos afuera del andador redondo. La “Pulga Ponciano”. Wellington Amaya soñaba con una multitud de corredores de fondo invadiendo las calles de la ciudad de Guatemala. Como todo el mundo, había sufrido la final de 1974. Ya se sabe que Holanda perdió el partido, pero la impresión había quedado: el equipo de la Naranja Mecánica arrasaba en el inconsciente futbolístico. Entonces se decidió. El Dr. Amaya iba a patrocinar al equipo de los descamisados con un uniforme naranja: era un grupo de corredores especializados en las carreras desde los 5000 metros hasta los 42k, que llegó a reunir quizás más de cincuenta fondistas. En todas las competencias (la San Silvestre, la Max Tott, la de Cobán –que se inauguró en 1974–) se veía una mancha de color naranja. Todo el grupo de atletas de fondo quería mucho a Wellington, quien cada vez que triunfaban los premiaba con un par de tenis ADIDAS o NIKE; les ayudaba con sus planes nutricionales, les encomendaba a los visitadores médicos las vitaminas que repartía a los atletas. A los periodistas que cubrían las competencias les llevaba siempre una botella de ron o de whisky. Definitivamente, no era una mala idea: todos los lunes después de alguna competencia importante durante el fin de semana, aparecía la nota de la mancha naranja en los periódicos. El color naranja estaba entonces asociado a la vida, al arrojo, a los sueños, a correr usurpando los espacios urbanos. Ahora un tosco puño con fondo naranja nos remite a una ciudad como caja cerrada sin utopías.
En aquellos años negros de la historia contemporánea del país, la Federación de Atletismo empezó a incentivar las carreras de fondo no tanto como competencia sino como una fiesta popular, abierta: surgieron los disfraces en la San Silvestre, familias enteras se inscribían para correr, los amigos hacían grupos, los compañeros de trabajo se organizaban para costear tenis e indumentaria. Los profesionales iban a lo que iban: a romper sus récords.
Hace un poco más de dos años al regresar a la ciudad de Guatemala, me encontré con una efervescencia maratoniana. Sonreí. Me acordé del sueño del Dr. Amaya y de los entusiastas líderes de la Federación de Atletismo: tomar las calles sin policías y sin soldados. Esa época en la que recorríamos las calles de la ciudad durante las carreras, está llena de imágenes borrosas. La memoria se desdibuja por los sueños. O quizás sea simplemente añoranza. La añoranza de estar a la orilla de una calle, avanzando poco a poco, apostándonos en puestos precisos, asomando de cuando en cuando la cabeza entre la multitud de espectadores y reconocer entre todos los rostros que dan cuenta del esfuerzo maratoniano al de mi padre. Médico, aficionado a la carpintería, corredor, atleta amateur, entusiasta y la única persona que aún despierta mi curiosidad infantil al contar historias.
G: GRADAS
“¡Gradaaaaas!”. Era la instrucción que más temía durante los entrenamientos. Al graderío generalmente se le asocia con las batallas campales durante los partidos. Yo lo asocio a la sonrisa sádica de los entrenadores. Algunos días, para “hacer pierna” teníamos que subir y bajar las gradas del estadio. Anchas y angostas. Subíamos de frente, de lado, en “skips” balanceando los brazos de arriba hacia abajo, una y otra vez, en series de cuatro. Era temprano por la tarde o durante las vacaciones escolares, en las mañanas. A partir de las cinco de la tarde, llegaban los trabajadores, los corredores de fondo. Los usos y divisiones de las áreas del Mateo Flores eran una sinécdoque de la ciudad. En el estadio, las divisiones de clase dibujaban la ocupación de los espacios o la repartición de los horarios de entrenamiento. La pista estaba cedida a la Federación de Atletismo, el campo de fútbol era intocable para los que entrenaban atletismo. Uno de mis hermanos, al que nunca le han importado las prohibiciones sin sentido, a veces se atravesaba el campo de fútbol y con eso acortaba las vueltas que teníamos que hacer para calentar antes del entrenamiento. Era eso, o esconderse detrás de la rampa de cemento que ocultaba el túnel por donde entraban los jugadores de fútbol y salían directamente a la cancha.
La élite del atletismo eran los atletas de pista y campo, los de las competencias cortas (100, 200, 400 metros, relevos, vallas), salto largo, salto con pértiga, jabalina, salto alto… Los atletas de fondo –corredores y marchistas– no pertenecían a esta élite. Alguna vez escuché que se decía en las pistas, después de quedar agotados de los sprints: “ahora imagináte correr distancias largas. Menos mal no somos indios para estar corriendo”.
Los colegios entrenaban entre las tres y las seis de la tarde, otros deportistas podían dedicarse durante la mañana, los corredores de fondo –como he dicho– llegaban después de las cinco de la tarde. Había, por supuesto, grupos independientes. Era la época dorada de la velocista Patricia Megan que después fue relevada por Christa Schumann. Yo quería ser como Christa (¡había llegado a las Olimpiadas!) y fue Patricia la que nos entrenó a mediados de los ochenta: una morena alta, con unas piernas larguísimas, músculos finos y pelo ensortijado. En aquellos días, un grupo de entrenadores –todos profesores de educación física– pudieron participar en un programa de formación que se estableció con entrenadores alemanes. De ese grupo, recuerdo que de niña miraba a lo lejos a los equipos de Julio “El Grillo” Quevedo, a Rómulo Méndez y a Sergio “el Chino” Lou. El Grillo entrenaba a atletas de la Universidad de San Carlos de Guatemala, a adolescentes del Liceo Guatemala y a atletas independientes. Rómulo Méndez entrenaba a los colegios privados, sobre todo de mujeres, como el Monte María. Los de la Politécnica tenían a su propio entrenador.
Los estamentos del estadio eran nítidos; tampoco había movilidad. Nosotros no entendíamos muy bien en qué espacios “debíamos” movernos y por qué. Hacíamos, supongo, lo que todo el mundo hacía: apegarnos al contrato social sin saber qué diablos habíamos pactado o a qué habíamos renunciado. La ciudad es así: te marca, despliega en tu cuerpo las cicatrices del pacto. Te mueves por dónde tienes que moverte, hay distritos designados para cada uno de los habitantes de la capital, hasta el tiempo está diseñado para unos y para otros.
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4h45 de la mañana en la Terminal, antes del aparatoso incendio: un pastor ambulante le espeta a los pasantes (generalmente trabajadores, arrendatarios, comerciantes, desempleados, pasajeros que transbordan de una camioneta a otra en la terminal, resucitados milagrosos de la noche anterior): “¡Babilonia la grande, la madre de las rameras y de las abominaciones de la tierra. La bestia que has visto, era, y no es; y está para subir del abismo e ir a la perdición!”
No hay de otra: empezamos a temblar desenfrenadamente, mientras me pregunto por qué maniática razón me he salido de mi horario, mi distrito, mi sección estricta, mi esquina del útero citadino. Tenemos rutinas establecidas para cada uno. ¡No traspase la frontera espacial ni temporal que es tan imaginaria como efectiva! Llevamos la marca, creálo o no: el signo. ¿Cómo operaríamos los automovilistas sin las tarjetas que colgamos en el retrovisor para entrar o salir de un recinto a otro? Disciplinamiento masivo en una ciudad cortada por la seguridad.
Nos hacen falta las gradas que sirvan como vasos comunicantes. Sí, en el estadio, las gradas unían a todos: todos pasábamos por ahí. Bajar y subir; subir y bajar. Todos. Ninguno se salvaba.
Hubo una vez en que los estamentos se borraron: el terremoto de 1976. La CDAG que tenía presencia en todos los departamentos, funcionó como fuente de información sobre la situación en las áreas más afectadas del país. El estadio Mateo Flores se convirtió en un centro de operaciones, los víveres se almacenaban en bodegas, los deportistas se repartían las tareas, los directivos organizaban los envíos y visitaban las zonas afectadas: una red sin fallas. Incluso llegó a llenarse de víveres el gimnasio ubicado en un ala superior del estadio, que siguió albergando máquinas vetustas hasta finales de 1989. Movilizados por la hecatombe. Somos una ciudad diagramada para no divisar la hecatombe que está a la vuelta de la esquina y que no permite el germen de una fila infinita de piernas y brazos (sin armas) subiendo y bajando vehementemente por las gradas de nuestra Babilonia.
O: OCHO
El “ocho” se instituyó como un recorrido para entrenar distancias largas fuera del estadio. Era (¿es?) un recorrido laberíntico que seguía el patrón de un número ocho. El “ocho” se iniciaba en la pista del estadio. Al salir teníamos que llegar al Puente Olímpico, pasar frente al Palacio de los Deportes, continuar ya con la respiración agitada hasta dar la vuelta por la Federación de Badmington, enfilar hacia la piscina olímpica, pasar debajo del Puente Olímpico esta vez (el cruce del ocho), subir hasta llegar por detrás del Instituto Guatemalteco Americano (IGA) corriendo hasta el Palacio de los Deportes, volver a cruzar por el Puente Olímpico, bajando por la colina debajo de éste, apuntalando las zancadas hacia el estadio para terminar bordeando la pista de 400 metros en un sprint final.
Quise hacer el mismo recorrido hace poco. Me impresionó el ruido, la avalancha de carros, el humo; ya no se puede circular por el atajo que hay debajo del puente donde una vereda a lo largo de la colina conducía directamente al estadio. Imposible. Es imposible atravesar el laberinto en el mismo estado de silencio y escucha. Correr es, de hecho, una práctica cuasi monástica. Algo que la ciudad no permite, si no es en espacios insuficientes. La ciudad no deja de extenderse y al mismo tiempo nos confina en islotes ensordecedores. No puedo hablar de una ciudad infinita donde el espacio sea una plácida extensión de los cuerpos. “No cabemos más” no es simplemente una observación sociológica que se plasma en la esquizofrenia urbanística: es, sobre todo, una expresión del encierro. Más que un territorio infinito, la ciudad de Guatemala es una cárcel flotante definida por sus desequilibrios socioespaciales que reflejan la desigual distribución del acceso al suelo, a los servicios, ingresos y recursos de los que habitamos en ella. Una cárcel flotante bulliciosa forrada de carteles y cuarteles residenciales: eso somos.
¿Sólo eso somos?
El ruido no permite que se filtren los sonidos más íntimos. Esos que te acercan a la vida. Esos que te hacen sonreír y dejar maquinalmente de pensar en sobrevivir el minuto, la hora, el día. Para correr se necesita una brújula silente. Lo básico: escucharse. Y cerrar los ojos, quitar los ruidos y escuchar cada latido. Por eso me gusta correr de madrugada cuando todavía no se llenan las calles, cuando todavía el sol no quema, cuando todavía puedo pescar los restos de la brisa nocturna, vislumbrar las gotas residuales en las hojas de las jacarandas o de los árboles de fuego, respirar y sentir cada gota de sudor que se va formando en mi cuerpo. Me gusta llegar a un rincón que tiene una leve pendiente. Me gusta porque ya no tengo mucha energía y tengo que empezar a recurrir al truco de la respiración que aprendí en esos años dedicados al atletismo: inhalar una sola vez profundamente y exhalar con dos soplidos consecutivos. Así… una y otra vez, mientras uno sube. También me funcionó en los partos, porque una va controlando el dolor. Sí, el dolor. Cuando una corre, no se está exenta del dolor. En un período particularmente doloroso en mi vida, con niveles de angustia sin precedentes en mi medianamente larga trayectoria, correr se convirtió en mi manera de abrazar la vida -con todo. Lloraba corriendo de rabia -lloraba también de impotencia- pero corría y las piernas iban moviéndose acuerpando a las emociones con nuevos ritmos.
1,2/
1,2,3/
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1,2,3,4/
1,2/
Decía: me gusta llegar a esa pendiente. Me gusta sentir cómo mis pantorrillas se endurecen y mis muslos se contraen. El movimiento de los brazos se hace más consciente: son más largos, el ritmo tiene que ser un poco más pausado y casi exacto. Los codos nunca deben alinearse, un brazo tiene que entender el momento preciso en el que le toca avanzar o retroceder. Y cuesta. Subir cuesta. Eso no lo especificaron los físicos al teorizar la gravedad. Subir cuesta. Descender tiene su nivel de dificultad también, sobre todo para las rodillas desgastadas. Pero subo... Y siempre que dejo atrás la pendiente y antes de seguir con el ritmo de trote, hago un paso de salsa para adelante y para atrás. Es una esquina del recinto en el que corro y que da hacia un barranco boscoso. Me recuerda a esa colina cerca del estadio. Una colina en la que más de alguna vez encontrábamos a parejas besándose. Hubo historias de amor en el estadio. Nunca me preocupé en recopilar y guardar las historias, segura que una está a esa edad del triunfo de la juventud.
“Amor, amor, amor (lo cantó Yeats) ‘amor en lugar del excremento’ ¿Asco de nuestro ser, nuestro principio y nuestro fin; asco de aquello que más nos vive y más nos muere?”. Juan Ramón Jiménez no sabrá nunca cómo el amor se interna en la ciudad de Guatemala.
Amar/morir
Amar/morir
Amar/morir
En ninguna otra parte como en esta ciudad la dualidad de la vida se hace tan omnipresente. ¿Adónde van los amantes en Guatemala, en una ciudad en donde hasta el amor se vuelve clandestino? Es todo un reto: besarse en la calle, buscar un parque que no esté secuestrado en condominios, encontrar una alameda de árboles donde puedan amarse sin miedo al asalto de lo finito. A pesar de las grietas de sus calles, a pesar del ruido, a pesar de la indiferencia, hay miradas que siguen encontrándose en un acto único de resistencia urbana. La ciudad me habita, pero mi mayor acto de transgresión sería no renunciar a decirle –si pudiera volver a verle una sola vez más–: “[Flaco] quiero ser eso que está detrás de tu cabeza, quiero ser la forma en que me miras”[1]. Seguimos amando todos en la ciudad. Amamos corriendo, seguimos sintiendo cómo los músculos se van estirando y contrayendo. Correr como metáfora. Correr como esa niña flacucha de catorce años que tenía que saltar el obstáculo, levantar la pierna derecha en un ángulo casi perfecto que rozara la valla sin hacerla caer y seguir hasta llegar a la meta con la mirada en el horizonte. Haciéndolo nuestro.
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