Después de ir de oficina en oficina repartiendo fólderes con fotografías fotocopiadas, me iba a la Hemeroteca. Sin dinero, había pocas opciones y acá, eso de andar vagando por un lugar pasivo-agresivo, no era lo que me llenaba. Esta ciudad, con sus postales recurrentes, sus noticias avinagradas y sus rostros aletargados, siempre me tenían desolado. Aún a veces.
Era cierto que lo que realmente buscaba era algún nexo inexistente e imposible con mi pasado. Imposible de hallar en los diarios, por supuesto. De esos días terminé escribiendo un texto hace ya varios meses. Lo que terminé aprendiendo es que nací en una época violenta que pareciera no tener fin. Pero de la que poco se informaba. Demasiado poco para la magnitud de lo que fue aquello.
Ahora pienso en Elena. Ella nació en febrero, apenas me ve y sonríe con la lengua de fuera y lo hace porque ése es su estado natural. Llora y su madre la arrulla, llora y su mamá le da de comer. Sonríe y todos sentimos que a pesar de todo, la vida es buena. Que puede serlo. Que debe serlo. Todo es novedad, incluso la tos que la aqueja y de la que poco a poco se va recuperando.
Elena es hija de mi hermano. Es quien encabeza la generación de quienes nos quedarán. A nivel familiar, claro. O tal vez sea la única, aunque eso es muy pronto para afirmarlo. Pero ésa es la idea. Decir cualquier cosa al respecto de Elena es decir una sarta de lugares comunes. Pero eso sí, son mis lugares comunes.
Ella se queda callada cuando la pongo sobre mi pecho. A mí que me da por buscar relaciones imposibles, me gusta creer que se queda calladita escuchando mis latidos. También para ella todo es nuevo. Mis latidos, la luz, cualquier objeto que se mueva frente a sus ojos, o lo que sus oídos escuchan. Voces. Golpes repentinos. El ruido de la lluvia sobre la lámina. Dice su mamá que esa noche que llovió, y que para efectos de primeras veces y demás, era la primera lluvia de su vida, no durmió. Que tenía miedo. Ella sabe mejor que yo de esas cosas, pero más bien creo que la escuchaba con mucha atención.
Recuerdo que las primeras veces que yo escuché palabras como “revolución” y similares, fue durante las marchas populares. Día del trabajo, reivindicaciones, consignas aún vigentes. En los periódicos, poco. Tal vez sea injusto con la prensa y me falte un viaje a la hemeroteca para revisar la época en la que tenía nueve, diez, once, doce años. En la escuela, menos. Así pasó la niñez. Así llegamos a jóvenes. Así nos convertimos en adultos.
Elena apenas tiene dos meses. Aun no llegan los días en que todo se lo lleve a la boca. Aun falta para que crezca. Pienso en ella cuando sea grande y cuando empiece a hacerse preguntas. Si de algo valen las promesas, la mía es ésta: ella no tendrá que ir a la hemeroteca para averiguar cuáles fueron los días en los que nació y escuchó su primera lluvia.
Si lo hace, que sea para constatar y contrastar lo que le contemos. Si no le contamos nada, pues será inevitable que se encuentre con estos temas. Ésos que inevitablemente causan fisuras y que algunos se empeñan en confundir con un volver al pasado. Demás está decir que es en el pasado, es revolviendo nuestras entrañas, que encontraremos la esencia de lo que somos. Es a partir de tales conclusiones que podremos plantearnos un futuro más o menos viable y válido para todos. Supongo que sí, algo hemos avanzado. Algo. Ahí vamos.
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