Los hermanos Gabriel, Juan y Diego, de ocho, 10 y 12 años, pasaron la noche en el patio de la escuela de Santa Avelina. Sus padres tuvieron que dejarlos ahí, porque ya son ancianos y no podían cargar los ataúdes hasta la casa, para velarlos. Inés Rodríguez, la madre, tiene 61 años y custodió todo lo que pudo las tres cajas. A sus tres hijos los mató “el susto”, dice, hace casi cuatro décadas.
En realidad, lo que atacó a los niños fue una epidemia de sarampión que devastó esta aldea ixil en 1982. Inés recuerda que las ronchas negras se apoderaron de los cuerpecitos y sus hierbas nada pudieron hacer para evitarles ni el dolor ni la muerte. “Uno cada semana, se fue” relata esta madre. Inés no pudo velar a sus hijos ni cuando murieron, ni ahora que se los han regresado para que los entierre legalmente.
Ahora no pudo llevarlos a su casa para el velatorio porque su esposo estaba enfermo y para ella sola fue imposible cargar los tres ataúdes. Todos los vecinos y amigos estaban ocupados con sus propios muertos. Así que los hijos de Inés se quedaron junto a las osamentas que nadie identificó.
Antes no pudo, porque mientras fallecía uno, había que atender a otro que estaba igual de enfermo. En el pueblo no había mucho tiempo para pensar en los que partían, tomando en cuenta que los vivos morían lentamente por la epidemia o de hambre.
Porque en aquellos años, Santa Avelina, una aldea de San Juan Cotzal, Quiché, fue el lugar en donde el Ejército congregó a varios ixiles, ante la sospecha de que eran colaboradores de la guerrilla. Para ejercer un mejor control sobre ellos, el Ejército les exigió salir de otras aldeas y fincas y los reubicó en un lugar sin acceso a servicios básicos, limitados de alimentos y sin derecho a la salud.
“No puedo hervir agua para mis muchachitos, solo un poco mi maíz me dan. Tienen hambre y qué voy a hacer yo”, rememora. Lo dice en presente como si lo volviera a sentir.
Los tres niños junto a otras 169 osamentas llegaron a Santa Avelina en la última semana de noviembre, para ser inhumadas en el cementerio de la localidad. A diferencia de 1982, cuando los enterraron sin papeles, porque el registro de nacimientos y muertes les fue vedado, esta vez sí hubo actas de defunción. Y la acostumbrada procesión por las calles de la aldea.
Nueva casa para sus muertos
En 2014, a partir de las peticiones de la comunidad, el Ministerio Público requirió la exhumación en un cementerio clandestino. Así se le conocía al terreno en donde, por emergencia, fueron enterradas 172 personas, sin registro de los motivos de muerte, edad, fecha de nacimiento, deceso o información de sus parientes.
La Fundación de Antropología Forense (FAFG) se hizo cargo del trabajo. Su labor, además de sacar los restos de la tierra, fue identificar y documentar los motivos del deceso. Hacer las pruebas de ADN para establecer el vínculo con sus familiares y entregarlos para ser inhumados en el nuevo cementerio de la localidad. Ese trabajo les tomó tres años y solo pudieron identificar científicamente la relación familiar con 41 personas.
Los trabajos de exhumación se realizaron en un terreno que se ubica a un costado de la cancha de fútbol del pueblo. Ahí aparecieron 172 fosas, con un cuerpo cada una. Los familiares de los muertos han acompañado y sufrido todo este proceso.
No solo los lloraron cuando murieron, sino que también lo hicieron cuando los exhumaron. Solo que esta vez ya no había señales del hambre, la enfermedad o las heridas de bala o machete. Ahora eran solo huesos blanquecinos o color sepia.
Quienes no lograron que la muestra de ADN sirviera para hacer la conexión con los restos de sus antepasados, tuvieron que identificarlos a través de la vestimenta. Los forenses pusieron sobre el suelo de la escuela de Santa Avelina, decenas de piezas de ropa: una playera de Daniel el Travieso, una muñeca mutilada, cinchos, caites, pantalones, perrajes roídos, trastos de cocina y monedas.
Como si se tratara de un museo, medio pueblo se volcó a ver, a buscar y a recordar. Los niños, por su estatura, eran los primeros en la fila. Veían, hacían como que buscaban, aunque no supieran de qué se trataba.
Miguel Torres, insistía en haber encontrado el trajecito carcomido que le había puesto a su hija para su entierro. Los empleados de FAFG llevaban tres días en la escuela de Santa Avelina y los mismos tres días llevaba Miguel Torres en la búsqueda de su pequeña.
Estaba desesperado y a punto de abandonar la lucha, cuando por fin la encontró. El personal de FAFG revisó los listados, pidió una de las cajas de pino que estaban apiladas en una esquina de la cancha polideportiva y empezó el ritual: sacaron las bolsas de papel de una caja de cartón. Cada una estaba identificada con la pieza del cuerpo al que correspondía. Costillas, extremidades, cráneo.
Magdalena Torres Medina murió cuando tenía un año. Miguel llevaba un trajecito de lana rosado, con un conejito blanco en el pecho, para vestir los huesos de su pequeña hija. Mientras uno de los colaboradores de FAFG colocaba los huesitos dentro del mameluco, decenas de niños alargaban la cabeza para observar la reconstrucción del esqueleto. Palpaban sus propias costillas, para confirmar que esa forma alargada que veían en los huesos del otro, coincidiera con lo que ellos tenían en su propio cuerpo.
Esa fue la clase de anatomía más real que pudieron tener, y la recibieron de esos antepasados, en el patio de su escuela.
Después de un día de velación, el jueves 30 de noviembre, fueron enterrados en lo alto de una montaña. En donde ahora se ubica el cementerio comunitario. Los nichos en donde fueron colocados los restos, fueron construidos por el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR). La institución salió al paso para cubrir esos gastos y los de algunos ataúdes, cuando el Programa Nacional de Resarcimiento (PNR) no dio respuesta a las peticiones de la Asociación Comunitaria Organizada de la Población Desarraigada de la Región Ixil (ACOPDRI).
Las excusas ante los muertos
Durante un acto público, previo al entierro, los líderes de la comunidad manifestaron su agradecimiento con el CICR “por echarles la mano”; y su molestia con el PNR, por la falta de respuesta ante sus peticiones.
Otoniel Fernández, presidente del PNR desde hace un año, se excusó ante la población. En español, sin traductor, les dijo que la institución que había recibido no tenía presupuesto, que las cosas debían pedirlas con tiempo y les prometió que en 2018 recibiría los fondos necesarios para seguir con el resarcimiento.
En su discurso también les pidió “no trasladar el dolor a las nuevas generaciones”. Además les preguntó qué hacer para que lo que vivieron no se repitiera. Sin espacio a respuestas, él dio la suya: “Primero paz en nuestro corazón a través de Cristo Jesús” y les insistió, “no trasladar el sufrimiento a nuestros familiares”.
Palabras que no consolaron a los deudos. Inés Rodríguez, la madre de los tres niños muertos por sarampión, por ejemplo, sabe que esos muertos se le deben a una persona. “Es su cuenta de Lucas. Mucha muerte, es culpable” expresa, contundente. Se refiere a Fernando Romeo Lucas García, presidente del país del 1 de julio de 1978 al 23 de marzo de 1982.
Sus palabras encuentran sustento en la historia. Porque el gobierno de Lucas García se caracterizó por oprimir a la población civil, con el objetivo de debilitar a los subversivos. Creía que concentrar a las poblaciones y mantenerlas vigiladas podría evitar su incursión en el movimiento guerrillero. Decisión que resultó en la masacre de cientos por arma de fuego y de muchos otros, como en Santa Avelina, a causa de la negación de derechos básicos, como alimentación y salud.
Aunque estas 172 muertes no forman parte de una causa judicial individual, muchos de los sobrevivientes de esta comunidad son testigos en el caso por genocidio a la población ixil. En el cual se juzga la responsabilidad del exjefe de facto, Efraín Ríos Montt y el exjefe de Inteligencia militar, José Rodríguez Sánchez.
José Ceto, de 71 años, presidente de ACOPDRI, que minutos antes del evento era abordado por Fernández, recordó cuánto trabajo les llevó concluir con la exhumación y lograr el “entierro digno”. “Cuando estaba Jorge Herrera (en el PNR) solicitamos nichos y no recibimos respuesta. Ustedes son testigos, como población desarraigada, porque perdimos a padres y hermanos, que la inhumación fue una lucha. Ojalá, como dijo el presidente del PNR nos vayan a resolver”.
Lo que Ceto espera es que la comunidad reciba las cinco medidas reparadoras que cubre el PNR: el resarcimiento material en vivienda y proyectos productivos; la reparación económica, la cultural, la atención psicosocial y la dignificación de las víctimas. El entierro de los 172, entra en este último apartado.
Un líder comunitario joven, tomó el micrófono para reclamar que el Estado no les haya cumplido lo acordado en 1996, luego de la firma de los Acuerdos de Paz. “Abandonamos nuestros cultivos, nuestros animales, nuestras casas, algunos perdieron sus familias. Muchas pérdidas, pero la obligación del Estado de Guatemala es reponer esas pérdidas. A muchas familias les quemaron sus casas y no se ha cumplido con la vivienda digna. No estamos diciendo mentiras. Ahí está el hecho, ahí están las cajas” reprendía.
Fernández, quien concedió una breve entrevista durante la actividad, aseguró que el PNR apenas tuvo dinero este año para mantener de pie la institución. Según sus cuentas, tuvo un fondo de Q4.5 millones para hacer funcionar las las oficinas en donde laboran 126 personas a nivel nacional.
Este funcionario, que asegura haber sido llamado por el presidente Jimmy Morales “para rescatar la institución”, está confiado en que podrá recibir Q35 millones en 2018, para cubrir los requerimientos de resarcimiento en todo el país. Esta vez, el aporte estatal al entierro en Santa Avelina fue de Q31 mil 052 para contribuir con la preparación de la comida: caldo de pollo y res, y tamalitos, que no alcanzaron para atender a los cientos de asistentes.
Carlos Amézquita, responsable del programa Missing del CICR recordó que en Santa Avelina la población “sufrió mucha violencia de parte del Estado y su aislamiento conllevó a una tragedia”. Porque en esta comunidad, rodeada de cordilleras boscosas, con tierras fértiles para cosechar, mucha gente murió de hambre.
Los guerreros desarmados de Santa Avelina
Cuenta Magdalena de la Cruz Toma, que tuvo que convertirse en madre de tres niños a los 15 años. Ella no dio a luz a ninguno de sus hijos, los heredó de su madre, que murió baleada y quemada a manos del Ejército.
“Decían que era guerrillera, pero es mujer, es señora, ¿cómo se va a meter en eso?, es mentira” asegura. Los guerrilleros les pedían tortillas y sal y a ellos no les quedaba otra opción que darles, y por eso los tachaban de subversivos. Fue en 1982 cuando se hizo cargo de los tres hermanos, a quienes sostuvo con el mísero salario que recibía como cortadora de café. Nunca se casó, su devoción estuvo con sus hijos/hermanos, que ya la han hecho abuela.
El ataque contra su indefensa familia la dejó sin madre, dos hermanos, dos sobrinos y un tío. ¿Quién disparó o quién le prendió fuego a sus parientes y sus pocas posesiones? Ella lo ignora. “Tal vez ya no está viva la gente, saber quiénes fueron” dice.
Frente a la escuela de Santa Avelina, en una casa de bloc y terraza que parece de reciente construcción, velan a Magdalena Chamay Sánchez y a Sebastián Pérez Mendoza. Madre e hijo, que murieron en 1983. Baltazar Pérez, de 70 años, es el anfitrión de la comida en esa velación. Su mamá, asegura, falleció del susto porque les tiraron bombas cerca de donde vivían. “Tres meses aguantó, sin comida. Apenas comíamos una habita o tortillas” recuerda. A Sebastián lo mató un guerrillero. Era patrullero de Autodefensa Civil (PAC), y el 13 de marzo del 83 durante su jornada de vigilancia, fue atacado y murió a machetazos.
Porque a la población de Santa Avelina la enviaron a pelear contra la guerrilla, casi en completa indefensión y en contra de su voluntad. “Hicimos la guerra para lograr la paz”, refiere Juan Ostuma, profesor y director del Instituto Básico por Cooperativa de la comunidad.
Este profesor perdió a Simón Ostuma, su padre, hace 35 años. Lo enviaron a patrullar junto a otros seis hombres en 1983 y ninguno volvió con vida. Murieron en un enfrentamiento con una facción guerrillera desconocida. Esa vez hubo llanto, pero no hubo tiempo de más. Los bajaron de la montaña, los metieron en una caja de tablas y de una vez al cementerio. Lo que siguió para este profesor, fue una vida de pobreza extrema. “A veces podíamos comer dos tortillas, otras veces solo una” rememora.
“Ellos no querían integrarse (a las PAC), pero si no lo hacían, los soldados los sacaban de su casa para matarlos”, asegura. Y de todas formas, a muchos que accedieron contra su voluntad a unirse al Ejército, les tocó la muerte. Por eso, Juan Ostuma repite su poética frase: “La gente murió por la paz”.
Y la paz les llegó, después de tanto sufrimiento. Cuenta que las cosas cambiaron con la llegada del gobierno de Óscar Humberto Mejía Víctores. No se libraron de la represión, pero por lo menos les dieron acceso a una cuerda de terreno para vivir y sembrar.
Para que el pasado no se olvide, el profesor ha aprovechado las aulas para relatar esas historias a los estudiantes. “No son mentiras, yo lo viví muchá” les ha dicho. Y sus interlocutores se quedan con la boca abierta, según cuenta.
Ahora que los muertos volvieron a Santa Avelina, los niños y jóvenes han confirmado que lo que les contó su profesor no fueron inventos. Que lo que sus padres y tíos cuentan, también fue cierto. Y ven llorar a los adultos. Llorar y luego reír. Porque a pesar de que esto es un entierro, es también un festejo. Por fin los muertos descansarán y los vivos seguirán su camino.
El profesor Ostuma tiene planes para su comunidad. El próximo año le entregarán las llaves de un instituto que está en construcción, exactamente en el terreno en donde funcionó el cementerio clandestino. Ese edificio, que recibirá a 384 alumnos de secundaria, abre la posibilidad para que le autoricen la gestión de un bachillerato en la aldea.
A los jóvenes les toca construir una nueva historia en esa comunidad. Sara, una joven de 22 años, estudiante de fisioterapia en una universidad privada en Huehuetenango, reconoce que el pasado es doloroso. Pero ese reencuentro con los muertos la hace reconocer sus privilegios. Su padre, un sobreviviente de esa cruenta guerra, agricultor de naranjas y café, al igual que muchos otros padres, ha luchado por darle a ella y a sus hermanos lo que a él se le negó: el derecho a vivir, trabajar, estudiar y a imaginar un futuro distinto.