La calle, con el asfalto roto, atestigua nuestros pasos llegando lentamente a un callejón con cientos de nichos a los lados. Algunos tienen un número mientras aguardan a que una placa con nombre, fecha y epitafio lo sustituya. A que las manos de un albañil con traje desgastado y birrete quite la tapa y lo vuelva a sellar. Parece ser que al final siempre es un número el que nos espera. La placa será la resistencia y el conjuro contra el olvido. Hasta que finalmente todo sea polvo y alguien más ocupe nuestro lugar.
Ese sonido también lo he escuchado las veces que he participado en alguna competencia de atletismo. Siempre hay gente a la orilla del camino gritando, aplaudiendo, sonriendo. Cuando no hay gente, ese es el único sonido que se escucha. Una especie de marcha sincronizada o, para decirle de una manera más sencilla, como los latidos agudos de un corazón al unísono. Cuando ya la carrera va terminando, el sonido es el de algo arrastrándose.
Ayer domingo, a algunos kilómetros de la meta de la carrera de la ciudad, vino el desplome y los pasos se detuvieron. Lo demás, una historia difícil de creer, una historia que me recuerda, con demasiada claridad, la fragilidad de este permanecer. Recordar que el cuerpo siempre se reserva la última palabra.
La carrera transcurrió en medio de una mañana gris. Un clima perfecto para correr. El sol salió durante un rato cuando ya casi todo había concluido. Yo me enteré de esos pasos detenidos después de la celebración y la algarabía por terminar la carrera en los términos más o menos planeados. Sin lesiones y en un tiempo mucho menor que el del año anterior. No podía dejar de sonreír, y una especie de orgullo inyectándome adrenalina me mantenía de pie.
Me enteré después de abrazar a los míos, desayunar y recordar con ellos la carrera en los tonos más alegres y felices. Me enteré después de una pequeña siesta para recuperarme. Me enteré, y toda esa felicidad, aún latiendo en mi pecho, se fue por el caño. Era la mitad de la tarde. Llovía.
Alberto, el de los pasos detenidos, era nuestro amigo. Antes, quizá, nuestro compañero de trabajo. Pero el antes siempre se transforma en el definitivo después. Y el después es que la gente con la que se comparte de ocho a cinco se vuelve cercana. Una especie de segunda familia que pocas veces se escoge. Pero que siempre importa.
Alberto, el de los pasos detenidos, era un tipo demasiado activo como para suponer una tragedia así. Futbolista regular. El licor, las cervezas y el cigarro, alejados de su rutina de ir y venir todos los días y a donde fuera en cualquiera de sus dos bicicletas. De hecho, un accidente en bici no nos hubiera sorprendido tanto. Y tendríamos algo concreto contra qué vociferar.
El caso es que no. El caso es que sus pasos se detuvieron a unos cuántos kilómetros de la meta. Esa que, suponíamos, alcanzaría sin mayores complicaciones. Durante la semana se quejó de algunos dolores. Pero ¡quién carajos pudiera adivinar algo así! Quizá un examen preventivo habría sido suficiente para alertarlo de que ese dolor en el brazo era un mal presagio. Resulta que en los pudiera, en los hubiera, en los quizá, en todas esas suposiciones poco hay de culpabilidad y absolutamente ningún consuelo. Lecciones. Pues tal vez solo eso. ¡Pero ya para qué![1]
Estas ideas se me siguen repitiendo mientras camino detrás de su ataúd. Es sobre el asfalto roto y quebradizo donde vuelvo a escuchar el sonido de los pasos de la carrera que se mezclan con los de este cortejo. Los de Alberto arrastrándose hacia el vacío punzante que supone la ausencia. Veo el asfalto y por nada del mundo quiero levantar la vista.
El asfalto quebradizo, el asfalto abollado, el asfalto roto de una calle rumbo a un cementerio al caer la tarde. Intento concluir con que la vida es así, una simplísima e inexplicable exhalación.
El sonido de algo arrastrándose vuelve a repetirse. Ahora en un tono mucho más largo, más definido. No logro ver. Escucho otro sonido como de tope. Sí, el tope final y definitivo. El destino blandiendo su martillo y dictando su sentencia inapelable: aquí termina la vida.
Pero ¿escuchaste los aplausos? También son martillos, Alberto. También son sentencias las nuestras. Empieza el recuerdo. El de tu nobleza, el de tu disposición. El de tu enorme y honesta sonrisa por sobre todas las cosas. Descansá, Alberto. La carrera terminó. Pedí que pusieran una medalla de la carrera sobre tu féretro porque nunca supe qué otra jodida cosa podía hacer. Te cuento que me quedé con unas luces intermitentes para tu bici, unas que siempre quise regalarte para que fueras por tus rumbos de forma un poco más segura. Pero, ya ves, lo que vale es en vida. Pero, al contario del sonido de los pasos, eso es algo que a cada tanto logro olvidar...
[1] Correr implica riesgos de orden físico y médico. En los últimos tiempos es evidente que, en la ciudad, la práctica de este deporte ha crecido exponencialmente. Lo que supongo es bueno. Abundan las competencias o tienen una mayor publicidad. Pero no se puede achacar una muerte acontecida en estas circunstancias a los organizadores de estas competencias. Son riesgos que se asumen de forma personal. Pero, como en todo, a mejor y más información, mejores decisiones. Si alguien decide correr, un examen médico realizado a tiempo puede salvarle la vida. Por eso es que creo importante contar este último episodio en la vida de Alberto. Por último, y para ser justos, señalar que, al momento de terminar de redactar este texto, la Municipalidad de Guatemala ya se había puesto en contacto con la familia. Me consta. Y creo que está de más en este texto plasmar mi opinión personal respecto a esta institución. Ojalá que ese primer contacto termine bien. Por lo menos eso.
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