En estos tiempos cruciales —cuando en Guatemala parecen haberse desatado no cuatro, sino muchos jinetes del Apocalipsis— es muy fácil encontrar temas para desarrollar o ahondar en ellos. Empero, muy pocos los hay desde donde se puedan ponderar virtudes o ejemplificar con la vida de alguien a manera de modelo a seguir. Y ese es el caso de don Roberto Eliseo Akú Ajín, nacido en Mixco, pero enraizado —que no radicado— en Cobán de la Verapaz.
Lo conocí en el mes de noviembre de 1974. Recién había concluido yo el segundo año de la carrera de Medicina en la Universidad de San Carlos de Guatemala. Llegué a Cobán un sábado por la tarde y al entrar a mi casa encontré a todos con el rostro afligido. Mi madre estaba con una terrible hipertensión. Pregunté si la había visto su médico y me respondieron que él no estaba en Cobán. Era uno de los cinco galenos de quienes se disponía en la ciudad. Alguien, no recuerdo quién, me compartió que en el pueblo de San Cristóbal Verapaz recién se había instalado un médico especializado en medicina interna. Y allá fui. En camioneta de línea. No tardé en localizarlo y de inmediato, en su vehículo, retorné a casa llevando a la par mía la esperanza personificada en él. Ni qué decir de los resultados. Parecía que la sanidad y el consuelo divino habían entrado a nuestra morada.
Los meses siguientes fueron para mí de muchas preguntas. Entre otras, qué hacía un médico especializado en medicina interna en un pueblo tan lejano y por qué razón, habiendo podido quedarse en los hospitales escuela San Juan de Dios o Roosevelt, había optado por un municipio. Incluso, por una cabecera departamental se habría comprendido, pero ¿un remoto centro de salud a cambio de un hospital universitario? Las distancias entonces eran enormes.
Las respuestas vinieron cuando tuve la dicha de ser su alumno durante mi ejercicio profesional supervisado. Se me hizo vida la mismísima doctrina social de la Iglesia. Pasé de la teoría a la praxis en lo que a ética concierne y aprendí la aplicabilidad de lo científico en contextos donde parecía que la ciencia no tenía cabida. Y también a guardar silencio ante los misterios inexplicables de la vida y de la muerte.
Ni qué decir de la prédica —con su ejemplo— del estoicismo que se debía guardar en momentos cruciales. Era la época de esa infeliz guerra que nos desangró y provocó abismos entre personas, grupos sociales y familias enteras. Nos enseñó a mantenernos imperturbables y al servicio de quien lo necesitara sin perjuicio de su condición social, étnica, ideológica, política u otra.
Así, fue formador de promociones enteras de médicos. Con una humildad que contrastaba con la estatura de su academicismo forjó a cientos. Y como un colofón digno de su persona, recién condujo a su graduación a los últimos 26 en el campus San Pedro Claver, S. J., de la Verapaz, de la Universidad Rafael Landívar. Muchos de ellos pudieron entrar a los sistemas de residencia, logro reservado para aquellos excelentemente preparados.
Este artículo no es entonces una oficiosa apología. Se trata, sí, de ponerse en sintonía con la Asamblea de Presidentes de los Colegios Profesionales. De dar un testimonio más de su bonhomía y de explicarle a la juventud que sí se puede estar del lado del bien. Razones estas por las que se le reconoce como médico ilustre.
Qué mejor momento entonces para escribir este artículo. Escuchando Saint Johannis, cantado por la soprano Diana Ramírez Motta (de quien hablaré en otro artículo), y en una noche cuando hasta la santa patrona de la Huelga de Dolores ha de haber estado feliz por el reconocimiento hecho a uno de sus buenos hijos.
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