Llegar y descubrir que olvidaste una maleta en casa. Una chimenea que no funciona y la casa llena de humo. Camas con colchones que alguna vez tuvieron un relleno y que ahora tienen pulgas. Toda una maravilla para la crónica de Airbnb, que se compensa con las horas de conversación con viejos amigos que hace unos años prometieron subir en pelotas a la Torre del Reformador si Argentina ganaba la Copa del Mundo y que ahora ven el Mundial de Rusia un poco más lejos de lo que yo lo veo.
Domingo y lo inesperado: luz amarilla en el tablero. Llamada al seguro y cuatro horas de regreso en una grúa.
No estoy de buen humor (usualmente no lo estoy y esperando la grúa lo estoy menos). Aviation y Everything You’ve Come to Expect, de The Last Shadow Puppets, me hacen compañía. Luego consumo completamente The Dream Synopsis. Mientras, mis pensamientos sobre el estado de las carreteras, los contratos para su mantenimiento, la comparecencia del ministro de Comunicaciones al Congreso y la lista de Odebrecht me dan vueltas de manera subversiva en la cabeza.
El auto sube a la plataforma. Se llenan formularios, se hacen fotografías, el operador del seguro llama varias veces para confirmar lo ya confirmado y la carretera va tomando forma. Yo voy a ser la compañía de don Rigoberto durante las siguientes cuatro horas, en su tercer viaje del día con un auto destrozado.
La conversación gira por los derroteros usuales: lástima por acabar así el fin de semana, la carretera está destrozada, no sé por qué no la reparan si solo son 30 kilómetros, etc. Y luego se convierte en una entrevista a profundidad: familia originaria de Baja Verapaz, migración a la costa sur con su ganado, unos años en Nueva Jersey con algún pariente. Regresó a la costa sur para encontrar que la finca de la familia y el ganado habían desaparecido por la expansión de la caña de azúcar. Sus padres volvieron a Baja Verapaz, pero él y sus hermanos se quedaron en Patulul. Matrimonio, hijos y un negocio que prospera, especialmente gracias al kilómetro 170, de donde tiene que sacar al menos dos autos cada día.
Patulul aparece al ritmo de Doused, de DIIV. La tarde del domingo se va muriendo. Pilotos de tuctucs kamikazes trazan diagonales improbables entre el tráfico. Las iglesias evangélicas están llenas de fieles. Motocicletas que les sirven de transporte a familias enteras bullen en las calles. Y camiones, muchos camiones. La carretera traerá después todo tipo de figuras menos bucólicas: borrachos que se inclinan sobre el volante mientras conducen un auto con una familia en pánico, conductores de camiones que batallan contra el sueño, camionetas repletas de gente, autos con luces de emergencia a la orilla del camino (otras suspensiones destrozadas por los parientes cercanos de los baches del kilómetro 170) y más camiones. Historias de asaltos, muertos, vehículos destrozados, policías, extrañas persecuciones de vehículos oscuros con gente armada. Y los ajustadores de aseguradoras llenan de figuras las siguientes horas de una conversación interrumpida por llamadas telefónicas pidiendo más servicios. La carretera en ese estado es buena para el negocio de alguien.
Don Rigoberto me deja en casa. El escándalo del vehículo descendiendo de la grúa seguramente molestará a los vecinos, pero yo aún recuerdo las ocasiones en que ellos también llegaron así y pienso que estamos a mano. El lunes se consumirá entre la mecánica, el seguro y la logística. Me voy a la cama con la carretera aún en mis retinas y guardándome estas líneas para la madrugada del miércoles.
Y al terminarlas me sorprenden las noticias sobre la muerte de Chris Cornell. Escucho el eterno Spoonman en su honor y me marcho a correr. Son las 5:00. El día está empezando. Y, sí, el auto aún tiene que ser reparado. ¿Dónde estás, bono 14?
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