Enfangados en Oaxaca; divididos hasta Veracruz
Enfangados en Oaxaca; divididos hasta Veracruz
La caravana se parte al llegar al estado de Veracruz. La víspera, antes de que una tormenta obligase a desalojar el campo de fútbol convertido en albergue, se acordó pernoctar en Donají, en Oaxaca. Pero la avanzadilla no quedó conforme y siguió casi 100 kilómetros más. El éxodo avanza porque no tiene otra alternativa. Un equipo de negociación está dispuesto para hablar con el Gobierno. Quieren que las reuniones sean en Ciudad de México.
“Ojalá no llueva”, dice Ginna Garibo, mexicana de 30 años, integrante de Pueblo Sin Fronteras y uno de los rostros visibles en las asambleas en las que, cada tarde a las 19.00 horas, la caravana migrante toma las decisiones operativas para la próxima jornada.
“Ojalá no llueva”, suplica con un hilo de voz, adentrándose en la cancha de fútbol Emiliano Zapata, campo de refugiados al aire libre de Matías Romero, Oaxaca, un municipio de cerca de 40,000 habitantes, según el censo de 2010. Desde que salió de San Pedro Sula, el éxodo ha recorrido cientos de kilómetros. De ellos, 461 en territorio mexicano. Todavía les queda más del doble: 672 kilómetros hasta la Ciudad de México, según la ruta más corta
Para llegar al lugar donde decenas, cientos de personas han establecido su campamento hay que atravesar una cuesta de hierba y tierra, abierta entre matorrales, a un costado de la carretera, sin entrar al centro del municipio. Hay que dejar a la izquierda los sanitarios portátiles y caminar a oscuras, únicamente iluminado con la linterna del celular, a través de un manto de seres humanos, hombres, mujeres y niños que intentan dormir para retomar la marcha al alba. Su exigua protección son los plásticos negros, que forman negras tiendas de campaña en palos clavados en la hierba.
Si llueve, todo el terreno quedará enfangado. Apenas hay dónde guarecerse.
Por ahí se pierde Ginna Garibo, entre los solados de este ejército de derrotados que mantienen la fila por un plato de comida antes de acostarse. Los alimentos los reparten voluntarios del municipio, iglesias, oenegés. Gente particular que llega con el carro lleno. Hay jornadas de abundancia y días en los que los ranchos escasean.
“Ojalá no llueva”, repetimos todos los presentes, mientras observamos con desazón los rayos que amenazan la tormenta. Aún no han dado las 20.00 horas.
Nuestras súplicas no son escuchadas.
Pasadas las 22.00 horas, comienza la tormenta.
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Caen gotas gordas como canicas durante algunos minutos, seguidas de una lluvia fina. El ambiente es de un calor pesado. La cancha comienza a embarrarse, a encharcarse. Se organiza un nuevo éxodo hacia el interior de Matías Romero. Soportales llenos de gente, las puertas de un Oxxo (la cadena de supermercados que se extiende por todo el territorio mexicano) llenas de gente, un bar de carretera en el que suena el reguetón, ajeno al tránsito que se desarrolla, penoso, a su lado.
En el arcén, cientos de personas cubiertas con capas, protegiendo sus exiguas pertenencias, con niños de la mano o en carritos, deambulan buscando un lugar seco en el que pasar la noche. Está previsto que a las cuatro de la mañana se toque diana y, a las cinco se pongan en ruta hacia Donají, último municipio de Oaxaca antes de entrar en el estado de Veracruz. Pero faltan muchas horas, estamos bajo la lluvia y ahora, lo importante, lo verdaderamente vital, es hallar un lugar resguardado. El campo de fútbol que minutos antes albergaba a cientos, miles de personas, es un escenario apocalíptico. Las botas chapotean en los charcos. El olor de las aguas fecales impregna el acceso. La lluvia ha debido desbordarlas. Los caminantes, exhaustos, mojados, hambrientos y enfermos, avanzan sin saber a dónde dirigirse. A ratos, enormes rayos iluminan por completo el terreno. Son dos, tres segundos en los que vuelve a hacerse de día. Truena el cielo y parecería que puede desplomarse sobre nuestras cabezas. Y cae de nuevo la oscuridad y la gente avanza, perdida, y llueve a ratos y todo esto es un caos.
“Estaba durmiendo en el campo de fútbol, pero comenzaron a evacuarnos. Dijeron que habían encontrado culebras”, dice Anahí Laguna Ramírez, de Tegucigalpa. Está en la orilla de la carretera. No sabe a dónde ir. Solo sabe que no pasará la noche sobre la hierba, como tenía pensado.
Hemos entrado en un momento crítico. Por delante, la peligrosísima ruta a través de Veracruz, terreno en el que operan diversos grupos criminales. Aquí y ahora, la lluvia, la noche, el desamparo.
* * *
La desesperación comienza a hacer mella. Horas antes de la tormenta, un grupo ha tomado las instalaciones de un antiguo hotel abandonado, que colinda con el campo de fútbol Emiliano Zapata. Hotel Real El Istmo, se llamó, en sus buenos tiempos. Parecía un lugar acogedor. Son decenas de habitaciones con cama y cubiertas. Mucho mejor que el campamento al aire libre donde se desparraman los caminantes sin ningún techo bajo el que cobijarse. Quien no compartió la idea de tomar el antiguo hospicio fue el dueño, que hizo acto de presencia y llegó a disparar al aire, clamando que se encontraban en el interior de una propiedad privada. No logró hacer desistir a los caminantes, entusiasmados ante la perspectiva de pasar una noche entre cuatro paredes. Volvió por donde había venido, derrotado, incapaz de mover de su refugio a cientos de centroamericanos. “Hagan lo que quieran”, dicen que dijo.
Al principio son familias las que ocupan el espacio. Luego, algunos chicos jóvenes, de esos que son acusados de mariguaneros. Se produce una pelea. Alguien contra otro alguien. Quién sabe cómo empezó, pero todos los consultados hacen referencia a los tragos que habrían tomado los participantes en la trifulca. Apareció un machete, y un cuchillo. Un chico resultó herido y otros tres detenidos por la Policía Federal y dirigidos a los agentes del Instituto Nacional de Migración. “Los hemos entregado a las autoridades. Si crean relajo, nos perjudican a todos”, dice Walter Coello, responsable de seguridad de la caravana.
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“Cuando uno no es relajero no tiene qué temer, pero hay gente que viene cagando la vara”, dice Neptali Barahona, de 32 años, de la colonia Torocagua, en Tegucigalpa. Ha pasado la noche en el hotel abandonado, resguardado en sus soportales. Viaja con su esposa y tres hijos, de 13, 12 y 5 años. Tienen tos. Como todos, absolutamente todos los niños de esta caravana, enfermos de uno u otro modo. Los medicamentos escasean, a pesar del despliegue de la Cruz Roja, de los comités de salud municipales y de voluntarios como el doctor Manuel Valenzuela, un tipo omnipresente, que lo mismo está ordenando a quienes esperan para subirse a los jalones que atendiendo a pequeños como los hijos de Barahona. El hondureño tiene su propia carga médica. Lleva una prótesis que le obliga a caminar ayudado por unas muletas. Hace cuatro años sufrió un accidente trabajando como albañil, empleo en el que cobraba 300 lempiras (Q96) al día. Nadie le pagó por su pierna perdida y siguió trabajando. Pero más que eso, cuenta, lo que le movió a dejarlo todo, fue la violencia. Otra terrible historia de violencia. Hace cinco meses mataron a su padrastro, José Manuel Quirós Gallo, por no pagar el “impuesto de guerra”. También mataron a su hermano, Enrique, y a su primo, y a un tío. ¿Quién los mató? “No se sabe. No vas a averiguar para que te maten a ti también”, dice, con una gorra del Partido Revolucionario Institucional, la formación que gobernó ininterrumpidamente México desde la revolución de 1910 hasta principios del siglo XXI. En la colonia de la que huyó, la Torocagua, es la Mara Salvatrucha (MS-13) la que impone la ley, pero este hombre, dice, “no sabe” quién descerrajó varios disparos a sus familiares. Mejor no saber.
Con tres niños pequeños a su cargo, a Barahona le da miedo el paso por Veracruz. Todos han escuchado relatos terribles sobre las estructuras criminales que operan en ese estado mexicano. Saben que aquí ahí se secuestra, se mata, se extorsiona, más que en la media del país, que es de por sí una sangría desde 2006, cuando el entonces presidente mexicano Felipe Calderón inició su “guerra contra el narcotráfico”.
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A Barahona le extorsionaban en Tegucigalpa, tenía un riesgo terriblemente objetivo de ser asesinado. En su desesperada romería para encontrar un lugar a salvo, se ve obligado a transitar una ruta que se ha tragado a cientos de compatriotas.
“La clave es seguir pegados a la caravana”, dice, sentado al borde de la carretera en Matías Romero. Todavía no sabe que el grupo se ha roto por primera vez. En Donaji, a 46 kilómetros de donde se encuentra, los primeros avanzados no han respetado el acuerdo de quedarse en Oaxaca. Consideraron que el municipio era muy pequeño, que habían avanzado poco. Y siguieron hacia adelante, hacia Acayucán, en Veracruz, a 139 kilómetros.
Esta es la etapa más larga transitada hasta la fecha por territorio mexicano y se realiza de modo improvisado, sin respetar la decisión adoptada la víspera por la asamblea.
El momento en el que la caravana debía permanecer más unidad ha sido el momento en el que el grupo más se ha fracturado. Unos, los que lograron aventón, se dirigen hacia Acayucán. Otros permanecen detenidos en Ayula, de camino. Un tercer grupo, los que no se subieron a ningún carro, en Donaji, el lugar original en el que estaba previsto pernoctar.
La gran certeza de la caravana es que nada es inamovible. Lo que se había decidido en asamblea ha sido revocado por la fuerza de los hechos. Esto nos lleva a un terreno pantanoso. ¿Hasta qué punto será fiable lo que se debata en próximos encuentros? Por otro lado, demuestra que este éxodo no es un peregrinaje teledirigido. Tiene sus propias pulsiones. Y muta. Mientras que el primer grupo avanza por México, otra caravana de hondureños le sigue por el estado de Chiapas, y otra, mayoritariamente integrada por salvadoreños cruza el Suchiate como antes lo hicieron sus compañeros: nadando.
Miércoles 31 de octubre: el peor de los momentos posibles
Si a Ginna Garibo le hubiesen preguntado cuál era la fecha idónea para que la caravana de los hambrientos se pusiese en marcha en San Pedro Sula, seguro hubiese escogido otro momento. No le dieron esa opción. Tampoco estaba en su mano. Primero porque estas cosas no se preguntan. No había un plan, más allá de lanzarse a caminar. No crean en teorías de la conspiración. Nadie sabía hace dos semanas, que una primera caravana de cerca de un millar de hondureños que en marzo pasado hizo este mismo recorrido pero de una manera más discreta, sin llamar la atención de la prensa ni de las autoridades, terminaría convertida en el éxodo que ha desgarrado las costuras de la frontera sur de Estados Unidos.
Segundo, porque Garibo tampoco tendría voz ni voto, porque ella no es una migrante. Los acompaña, pero no es una de ellos, en el sentido más estricto de la palabra. Come con ellos; duerme con ellos; padece con ellos; parece una de ellos. Pero no es una de ellos. Esta joven, estudiante de doctorado en una universidad pública de Puebla y profesora en la Universidad Iberoamericana, en el mismo estado mexicano, forma parte de Pueblo Sin Fronteras, la organización que acompaña a la larga marcha. Acompaña. Esa es la palabra que utiliza para denominar el trabajo de su organización. Solo comiendo, durmiendo, padeciendo exactamente lo mismo que tus compañeros, se gana uno el respeto de la larga marcha centroamericana.
“Fue el peor momento”, dice, en la carpa instalada por la Comisión Nacional de Derechos Humanos, en un predio cedido por la municipalidad de Juchitán, Oaxaca. Es miércoles 31 de octubre, y el campo de refugiados itinerante acampa una jornada extra en uno de los municipios más castigados por el sismo de 2017. En el centro no hay cuadra sin vivienda dañada, agrietada o, directamente, en ruinas. Juchitán forma parte también de un siniestro ranking: el de las ciudades mexicanas con un mayor número de asesinatos. Con una tasa de 95.1 muertes violentas por cada 100.000 habitantes, el municipio oaxaqueño casi cuadruplica los 26 homicidios por cada 100.000 mexicanos que tiene de media el país.
Tiene motivos Gina Garibo para reflexionar sobre la oportunidad, consciente de que nada estaba en su mano, que los hechos se han sucedido así y nada podía haberlos cambiado.
En Estados Unidos, el martes 6 de noviembre se celebran elecciones de mid-term, que renuevan el Senado y parte del Congreso. Era una oportunidad para que el partido Demócrata recuperase fuerza en la Cámara Alta, actualmente dominada por el partido Republicano. Pero la coyuntura no les beneficia. El presidente Donald Trump ha aprovechado la explosión de la caravana para relanzar su mensaje antiinmigración, que tan buenos resultados le dio para llegar a la Casa Blanca. El éxodo es gasolina para el fuego xenófobo que tan bien maneja el multimillonario mandatario.
En México, la administración se encuentra en un momento de transición, y presionada por Estados Unidos. El presidente saliente, Enrique Peña Nieto, todavía no ha abandonado su despacho, mientras que el futuro gobernante, Andrés Manuel López Obrador, no tomará posesión hasta el 1 de diciembre. Así que la papa caliente atraviesa el país por tramos, pidiendo ride a cualquier vehículo que se cruce en su camino. Avanza entre una Administración que se marcha mientras improvisa qué hacer con los centroamericanos y otra que todavía no ejerce ni se ha posicionado. Lo más cerca de una posición oficial del futuro gabinete son las palabras del sacerdote Alejandro Solalinde, íntimo amigo de López Obrador, que en una entrevista con El Faro dijo que la voluntad del futuro mandatario es absorber a toda la caravana en territorio mexicano.
Definitivamente, no parecen las mejores fechas para iniciar esta larga marcha. Aunque, en realidad, si se pregunta a cada migrante, seguro que hubiesen preferido no tener nunca que dejar su país. Este no es un éxodo al que uno se sume alegremente. Ningún éxodo lo es.
“El hambre no entiende de calendario”, dice Garibo. Tampoco las oportunidades y eso simboliza esta caravana: la oportunidad de avanzar, arropado, por los peligrosos caminos que hasta hace dos semanas se transitaban en clandestinidad. Ninguno de los cientos, miles de integrantes de esta romería de los desesperados tenía en su cabeza las elecciones en Estados Unidos o el proceso de cambio de presidente en México. Lo que sí tenían, y bien presente, eran la pobreza y la violencia. La certeza de que no aguantaban más.
Cuando cobras 100 lempiras (Q31,87) al día, si la extorsión te tiene ahogado, si un pandillero ha puesto precio a tu cabeza o la sequía ha devastado lo que antes eran tus cultivos, no tienes tiempo para detenerte unos minutos para reflexionar: ¿y si retrasamos el éxodo un par de semanas a ver qué pasa con las elecciones en Washington?
Garibo no puede darse el lujo de reflexionar mucho tiempo sobre cuestiones filosóficas que no están en su mano. Tiene que resolver y, en este momento, todavía está esperanzada. Dice que es una jornada clave. Espera una llamada. Asegura que haber logrado el compromiso de 71 autobuses para transportar a la mitad de la caravana hasta Ciudad de México. Es la mitad de los que necesitaban. Han hecho el cálculo de que, para unos 7.000 integrantes del primer bloque del éxodo son necesarios 150 buses, con 46 pasajeros cada uno.
Cree que alguien, organizaciones sociales, Gobierno de la Ciudad de México, estado de Oaxaca, puede completar sus demandas y agilizar el tránsito. Pero es mucho dinero. Muchísimo dinero. La caravana de los que no tienen para pagar un coyote se autofinancia pidiendo unas monedas en los municipios en los que caen. No serán ellos quienes puedan soltar la lana.
“Hay dos opciones. O logramos el transporte y vamos en autobús a Ciudad de México o seguimos caminando”, explica.
No pueden mantenerse demasiado tiempo en un mismo lugar. Porque la gente, ansiosa, no está para perder el tiempo y por los propios recursos de los lugares que visitan.
En ese momento, el plan era dirigirse hacia la capital de Oaxaca. Abandonados por buena parte de las instituciones, los marchistas estaban fiando todo a la organización social del estado sureño. Ahí está, por ejemplo, la sección 22 del Sindicato de Trabajadores de la Enseñanza. Gente peleona, solidaria, con historia de lucha. Pero también, gente pobre, con escasos recursos con los que acoger a la tromba de hambrientos que avanza por México.
Finalmente, no hubo autobuses. Y tampoco tránsito hacia la capital de Oaxaca.
Los transportistas del estado oaxaqueño emitieron un comunicado en el que justificaron no ceder sus vehículos a la caravana porque deben priorizar las necesidades de la población local. Pueblos Sin Fronteras acusó al Gobierno de Enrique Peña Nieto de obstaculizar una cesión que ya estaba apalabrada. Y una fuente del Gobierno de la Ciudad de México que habló a condición de anonimato aseguró que jamás estuvo sobre la mesa poder brindar transporte a la caravana, ya que esto implicaría contravenir la política del Gobierno federal.
Sobre la ruta, los marchistas tomaron la decisión de seguir por Veracruz ante las dificultades añadidas que observaron en Oaxaca. Había que cruzar la sierra, lo que dificultaba la posibilidad de lograr jalón. Es un camino sinuoso, que incrementa el riesgo de accidentes. Además, las comunidades en el camino son muy pobres y apenas iban a tener recursos para atender a los miles de caminantes.
En mitad de la madrugada se cambió el rumbo.
Jueves 1 de noviembre. Día de los muertos. La caravana llega a Matías Romero, estado de Oaxaca. Esto implica que, para seguir hasta Ciudad de México, tendrán que atravesar Veracruz. La capital mexicana es el próximo punto rojo en el mapa. Por delante, 672 kilómetros. Está previsto que allí se instalen, se reagrupen, tomen fuerzas y traten de negociar con las autoridades asilo para aquellos que quieran quedarse y una visa de tránsito para los que deseen seguir hacia Estados Unidos.
Han constituido una comisión de gestión y negociación para hablar, cara a cara, con las autoridades mexicanas. No quieren dejar nada al azar. Por eso, su propósito es sentarse con el gobierno saliente y el entrante, con sus equipos de transición, con las comisiones de Migración de Congreso y Senado, con el Instituto Nacional de Migración y con la Comisión Mexicana de Ayuda al Refugiado. Por parte de los migrantes, ocho personas: cuatro hombres, tres mujeres y un integrante de la comunidad LGTBI.
Siguen esperando el acuse de recibo por parte de las autoridades.
Un temor: que México decida cortar el paso cuando los caminantes enfilen hacia Veracruz.
Ya lo hizo cuando abandonaron Chiapas, en un extraño ensayo de la política del palo y la zanahoria. El presidente Peña Nieto ofreció un plan de ayudas para aquellos que pidiesen regularizar la situación en Oaxaca o Chiapas, los dos estados más pobres del país. Y mandó a decenas de policías para oficializar la propuesta en mitad de un puente en medio de la nada, en el camino entre Arriaga, en Chiapas, y San Pedro Tapanatepec, en Oaxaca. El plan se llama “Estás en tu casa”. Apenas un centenar de personas ha aceptado estas condiciones, según la secretaría de Gobernación. El resto sigue adelante.
La caravana tiene una única certeza: que no hay nada inamovible. Decisiones en apariencia firmes se convierten en papel mojado pasadas las horas. Propuestas avaladas en asamblea son revocadas por otra junta extraordinaria. Cambia el contexto, llega nueva información, se trastocan las expectativas y se modifican las propuestas. Por eso, solo sabemos que ahora, en este momento, 1 de noviembre de 2018, estamos en Matías Romero, en pleno estado de Oaxaca. Si hubiesen preguntado 24 horas antes, nadie hubiese vaticinado que nos encontraríamos aquí. Había dos planes y ninguno de ellos pasaba por Matías Romero. Ni siquiera tras la asamblea, celebrada en la tarde del miércoles, se barajó la opción de alcanzar este municipio. Pero la ley de la caravana se impone, nada es inamovible y hoy los exhaustos integrantes de la romería de los pobres descansan en el estadio Emiliano Zapata de Matías Romero, a un kilómetro de la entrada al municipio.
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