El libro[1] es un magnífico e ilustrador relato sobre los obstáculos culturales, lingüísticos y médicos que enfrenta una familia de refugiados hmong proveniente de Laos (víctimas colaterales de la guerra estadounidense en Vietnam) con el sistema de salud estadounidense en su lugar de arribo. Uno de sus miembros, la pequeña Lia Lee, sufre ataques de epilepsia desde temprana edad, pero dicho término médico y los tratamientos para curarla no existen en el vocabulario ni en las prácticas de esta familia proveniente de una comunidad campesina y de tradición oral.
Esta familia interpreta la epilepsia como un espíritu que atrapa el alma y que la enfermedad obedece a la separación del cuerpo y el alma. De ahí la necesidad de recurrir a prácticas tradicionales para sanarla. De este y otros temas trata la historia de Lia Lee, quien, luego de múltiples tratamientos, desconfianzas y la falta de una cura convincente para la familia, termina en estado de coma. ¿Cómo conciliar creencias tradicionales con un sistema harto regulado y basado en criterios exclusivamente científico-occidentales? ¿Cómo situar al paciente en el centro del cuidado y la atención entendiendo todos sus antecedentes sociales, históricos y culturales para determinar el mejor tratamiento de forma integral?
En esta historia pensé cuando escuché el atinado anuncio de la doctora Lucrecia Hernández Mack, actual ministra de Salud, de atender enfermedades tradicionales en el marco del Modelo Incluyente de Salud (MIS) en su cartera, con lo cual elevó el tema en la agenda pública. Este enfoque pluralista de la salud es cada vez más moneda corriente en países desarrollados como Estados Unidos, que sigue siendo uno de los principales receptores de migrantes y refugiados, lo que abona al multiculturalismo y a la complejidad de esta sociedad y, por tanto, a las constantes demandas de mayor equidad en la prestación de servicios de salud.
Así como el caso de Lia Lee, es bien sabido que varios grupos hispanos hablan de los nervios para referirse a situaciones psicosociales de angustia u otras situaciones de salud mental o que algunos grupos anglos del sur usan la expresión folk flu para identificar no una gripe, sino una enfermedad gastrointestinal con diarrea. Pensemos en los miles de connacionales de origen maya que muchas veces no hablan español o inglés y en las vicisitudes en las que también se encuentran al encarar, quizá por primera vez, centros de atención de salud en un idioma y un contexto que no les son propios ni familiares y, sin duda alguna, sin suficientes intérpretes culturales de sus males según su cosmovisión.
Pero vivimos tiempos extraños. Mientras los científicos descubren un nuevo planeta similar a la Tierra a unos cuantos millones de años luz y extienden así la visión y la comprensión de los fenómenos intergalácticos —esperemos que por el bien de la humanidad—, en casa hay quienes no pueden ver más allá de un par de milímetros de sus narices y reproducen narrativas excluyentes, racistas y promotoras del odio, en lugar de encontrar puntos en común y compasión en el reconocimiento del otro como ser humano.
En Guatemala, la tendencia es ver las cosas en absolutos. Pero en este tema no se trata de suplantar una cosa por otra, como ya se ha explicado claramente hasta la saciedad, sino de buscar caminos convergentes para efectuar diagnósticos correctos y salvar vidas. Es esencial tratar de comprender y compaginar sistemas de creencias y códigos culturales con los sistemas biomédicos establecidos para asegurar la equidad en el acceso a la salud. El liderazgo de la ministra Hernández Mack no solo es pertinente, sino encomiable.
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[1] El título completo del libro en inglés, publicado en 1997, es The Spirit Catches You and You Fall Down: A Hmong Child, her American Doctors, and the Collision of Two Worlds.
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