«Las cosas tienen vida propia», escribió García Márquez en alguno de sus libros. Y cómo me gustaría que así fuera, que las palabras, teniendo vida propia y además voluntad, decidieran desprenderse del desconocido lugar que habitan y encontraran el sitio donde se las precisa. Cómo me gustaría que las palabras fueran pedacitos de metal y mis manos dos imanes que las hicieran aparecer como aparecen los objetos perdidos donde más se los ha buscado.
Podría parecer que el deseo de escribir es a veces una necedad. Y tal vez lo sea. Pero también es otras cosas. Y es que hay quienes dicen que se escribe para hacer que una sensación se quede un rato más. Yo, por el contrario, o por lo menos hoy, escribo para que esta sensación que tengo se vaya. Sin embargo, me resulta muy difícil hacerlo, tal vez más difícil que a todos los demás, porque donde quiero poner palabras aparecen silencios y, con razón de sobra, porque el ruido de las circunstancias que padecemos se vuelve cada vez más insoportable y doloroso. Porque nombrar el fuego es quemar algo, escribir una injusticia es sufrirla y decir arma es dispararla.
«Las cosas tienen vida propia […] todo es cuestión de despertarles el ánima», escribió García Márquez en alguno de sus libros. Y cómo quisiera poder despertar las palabras para que vinieran arrastrándose desde donde se esconden hasta mis manos y se clavaran desesperadas a la punta de mis dedos impacientes por el deseo de escribir, ese deseo que a veces parece una necedad y que tal vez lo sea, pero que es una necedad necesaria, aunque cuando escribamos la realidad nos caiga encima como trozos de hielo y sin querer abramos la ventana para recibir el granizo del desánimo.
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Casi siempre escribimos de lo que sabemos, pero también escribimos de lo que deseamos. Y la mayoría deseamos que algo, o que todo, sea distinto. Ese deseo, esa bendita insatisfacción, esas ganas de que el presente no sea el único estado posible de las cosas, es lo que alimenta las necias ganas de seguir escribiendo aunque no siempre nos veamos capaces de describir la angustia o la belleza.
Puede ser que escriba lo mismo muchas veces, pero confío en que no es repetición, sino insistencia, y en que insistir es un acto político y un gesto de resistencia. Ojalá que siempre pueda resistir la tentación de volverme una máquina de opinión y que si escribo sea para ofrecer una visión del mundo y para rechazar la indiferencia.
Cuando termine este párrafo, habré escrito quinientas palabras, quinientas palabras para poder decir que lo que en realidad quería escribir era otra cosa.
Quería escribir que este país desmemoriado me recuerda a mi madre, que probablemente no se acuerda de que una vez me dijo que no sabía si lo que yo hacía era escribir o contabilizar pérdidas. Y yo tampoco lo sé, pero recordé que hay cosas que son como cuchillos con los que nos escarbamos las heridas, cosas que tienen vida propia, como la escritura, y que días como hoy le despiertan el ánima. Por eso siempre tengo la esperanza de que, si permanezco lo suficiente y de manera persistente frente a una hoja en blanco, tarde o temprano esa hoja se apiadará de mí, me recompensará por mantener mi mente descansado en su infinito vacío y las palabras comenzarán a aparecer como hormigas sobre pies descalzos.
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