El 2020 ha implicado para la sociedad guatemalteca recluirse y abstenerse de participar en tradicionales puntos de encuentro. No ha podido disfrutar de ferias y tampoco ha asistido a las conmemoraciones de Semana Santa ni a los recintos deportivos. Cines, teatros, restaurantes, desfiles, fiestas y variedad de espacios sociales han quedado al margen como consecuencia de la covid-19.
Cual espada de Damocles, las cifras de la enfermedad que golpea al mundo indican que en nuestro país se han registrado unos 120,000 contagios y una secuela que rebasa los 4,000 fallecimientos. Los cuadros activos rondan los 7,000 y, afortunadamente, 108,000 pacientes se han recuperado. Los «quédate en casa», «lávate las manos» y «mantén la sana distancia» son los mensajes imperativos que resuenan en la cabeza de las personas, aunque se da el absurdo de recomendar el estornudo sobre el bíceps y el saludo con el codo del mismo brazo.
No salir, o hacerlo únicamente cuando sea necesario, ha significado que cuidarse marque la rutina impuesta por las circunstancias. Trabajar en casa, en algunos casos más de las ocho horas de rigor y sin pago de horas extras, y no acudir al lugar de labores con el pretexto de atender los protocolos de precaución y de esa manera gozar de prolongadas vacaciones o cumplir de manera parcial las responsabilidades son otras aristas entre gente empleada en relación de dependencia.
Por supuesto, la educación en todos sus niveles ha sido una gran víctima de la emergencia, pues la virtualidad y la distancia no pueden emular las condiciones de un salón de clases y no garantizan eficiencia, eficacia y efectividad. Otros perjudicados han sido quienes han tenido que cerrar sus negocios, han perdido el empleo o sufren la reducción de sus salarios. Todavía falta medir el impacto psicológico del radical cambio en la dinámica de vida.
Así como en materia productiva la situación ha motivado el sobresfuerzo de un segmento de las personas y en el ámbito del oportunismo destaca el acomodamiento de otra porción, esta especie de río revuelto que alienta la pandemia llevó a que por su corriente se mueva una de las instituciones de Estado que vulnera la dignidad del pueblo a pesar de que irónica y paradójicamente lo representa: el Congreso de la República.
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Bien sabemos que, con las excepciones de rigor, llegar al Organismo Legislativo sirve para que los y las ocupantes de curules aceleren su movilidad social o fortalezcan sus patrimonios por medio de chantajes, inducciones del sobreprecio de la obra pública y aumento de las nóminas con plazas fantasmas. Queda claro que muchos ven en las dependencias del Estado una piñata tras la que se lanzan quienes buscan estar donde hay.
La gota que derramó el vaso cayó en estos días cuando diversos sectores y ciudadanos saltaron desde las redes sociales hasta las calles de la capital y áreas del país para gritar un basta. La oscura discusión e indefendible aprobación del presupuesto 2021 encendió la mecha para que el poder ejecutivo y la alianza oficial en el Parlamento afronten la mayor crisis de gobernabilidad, contexto en el cual el comportamiento de la Policía Nacional Civil echó gasolina al fuego. Y es que sus elementos no actuaron contra quienes destrozaron espacios del Palacio Legislativo, pero sí ejercieron fuerza desmedida contra quienes en el centro histórico se olvidaron de la pandemia para protestar o transitaban sin tener vinculación con las movilizaciones.
De este gobierno se ha dicho bastante. Comenzó con la oportunidad de propiciar consensos y encabezar decisiones de beneficio común, pero ha caminado de crisis en crisis. La arrogancia, la incapacidad de diálogo, escuchar a quienes le lanzan cantos de sirena y las inconsistentes improvisaciones que ejecuta cual prueba y error lo tienen en la cuerda floja y sin red que detenga el impacto. Asistimos entonces a que, lejos del rebrote covidiano, surgiera un brote de rechazo a las malas prácticas traducido en que la población pasara del pánico al reclamo.
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