Dicho así, su función pareciera altamente loable: un paraguas general que cubre la totalidad de la población sin resaltar ninguna diferencia, procurando un beneficio de interés social común a todo el mundo, sin ningún tipo de distinción.
Ahora bien, la experiencia demuestra que eso, más allá de una encomiable definición escolástica, no tiene nada que ver con la realidad. Los Estados no están para defender a todos: los Estados son letales y sanguinarios mecanismos de dominación que benefician a las clases con mayor poder y que secundariamente sirven para administrar (nunca con objetividad real) los intereses de una nación.
El Estado es el mecanismo social que legitima una situación dada. Dicho de otro modo, el Estado se constituye en ley, en ordenamiento simbólico universal, en mandato social obligado, en un determinado estado de cosas. La legislación (que es siempre una construcción histórica, una convención) viene a darle valor inamovible e incuestionable a una situación determinada. En ese sentido, la ley no es necesariamente justa. Es «lo que conviene al más fuerte», como dijera Trasímaco de Calcedonia en la Grecia clásica. Lenin lo dirá con otras palabras dos milenios y medio después: «El Estado es el producto irreconciliable de las contradicciones de clase».
Los ordenamientos jurídicos y los aparatos que se encargan de su cumplimiento, aunque en la bienintencionada versión académica beneficien a todos, en la realidad justifican situaciones de opresión. Las llamadas fuerzas del orden, la violencia organizada, las armas de un país, ¿a quién apuntan? ¿A los detentadores de la riqueza o a los trabajadores? Sobra la respuesta.
El Estado de Guatemala es una demostración palmaria de todo esto. ¿A quién beneficia? ¿A la totalidad de la población? Se viene diciendo insistentemente que hay Estados fallidos. El de Guatemala sería uno de ellos. ¿Fallido? Si el objetivo último de ese gran aparato estatal es mantener los privilegios de una clase dominante impidiendo cualquier cambio real (fuera de los cosméticos), definitivamente el Estado no falla. Su función es seguir manteniendo diferencias económico-sociales e incluso justificarlas.
¿Por qué sucedió días atrás la tragedia del Hogar Seguro Virgen de la Asunción, donde quemaron vivas a más de 40 jovencitas? ¿Es ello explicable solo por la negligencia o la maldad de una o algunas personas? ¡De ningún modo! Los operadores concretos que cerraron la puerta con llave para impedir la salida de las jóvenes que protestaban son producto de una larga historia, de una estructura de base, de una suma de causas que da como resultado un síntoma observable. El Estado, en definitiva, es la legalización de esa historia, esas causas estructurales.
¿Por qué hay jovencitas excluidas o, más aún, población excluida? ¿Por qué hay naturalización de la violencia contra la mujer? ¿Por qué se puede prostituir a una adolescente, ganar dinero a su costa y desoír luego sus reclamos? ¿Por qué se puede acallar la protesta tapándole la boca a quien protesta o eliminándolo? Eso es lo que el Estado viene haciendo desde que existe. ¿Por qué se reprime una protesta popular (o se la criminaliza) y se la hace pasar por un acto de vandalismo? ¿Por qué el cierre de una calle por campesinos que reclaman mejoras es un abuso, un acto violento, supuestamente manipulado por fuerzas oscuras, un delito, y el cierre de una calle por una procesión religiosa no? ¿Por qué una joven en un hogar de rehabilitación puede ser vejada y prostituida y su protesta queda en la nada? Porque hay un Estado patriarcal que excluye, criminaliza la protesta y mantiene las asimetrías sociales normalizando la violencia.
¿Por qué se pudieron masacrar miles y miles de guatemaltecos y guatemaltecas años atrás sin que haya culpables de todo eso? ¿Por qué se pudo quemar vivos a los campesinos que protestaban en 1980 en la Embajada de España? Por todo lo anterior.
El Estado, entonces, no defiende a todos por igual. «La ley es lo que conviene al más fuerte».
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