De acuerdo con la investigación del Instituto Centroamericano de Estudios Fiscales (Icefi), el Estado guatemalteco invirtió en 2015 el 2.2 % de su producto interno bruto (PIB) en pueblos indígenas, mientras que la inversión en la población mestiza y ladina fue del 6.5 %. Dicho de otra forma, se destinaron Q3.10 diarios a los primeros y Q6.90 a los segundos. O sea, por cada quetzal que el Estado invierte en una persona ladina y mestiza, le corresponden Q0.45 a cada persona indígena. Menos de la mitad.
¿Qué nos dicen estos datos? En primera instancia, que la mayor parte de los pueblos originarios de este país viven en niveles de pobreza y pobreza extrema superiores al 80 %, que en algunos casos llegan al 100 % de la población en situación de pobreza extrema, como en el caso del pueblo uspanteco (Encovi, 2014).
Gráfica extraída de Inversión pública en pueblos indígenas, del Icefi.
Pero nos expresan con tremenda contundencia un problema mayor: el sistema de privilegios que se ha tenido con una parte de la población y las deudas históricas con la otra.
¿Cómo se han mantenido esos privilegios? Sosteniendo un modelo que reproduce y agudiza las brechas entre unos y otros. Por ejemplo, la población indígena es la que menos se inscribe en los centros educativos de nivel básico, el 25.7 % de las matrículas, contra el 49.7 % de la población mestiza o ladina. Sin embargo, en términos de presupuesto para educación, los primeros recibieron 4 564.9 millones de quetzales y los segundos 8 451.6. Está claro que esta distribución no resuelve los problemas de la población, sino, por el contrario, las sostiene y profundiza. Lo mismo sucede con cada uno de los otros indicadores: en salud, protección social, vivienda, seguridad y protección del medio ambiente hay rezagos y discriminación racial económica manifiesta.
Y ese sistema de opresión racista se interseca con otros como el patriarcado y el capitalismo, lo que da lugar a situaciones de vida ignominiosos para amplios sectores poblacionales. En ese sentido, se puede citar la investigación que Karina Peruch realizó en Sepur Zarco y comunidades aledañas en el marco del cumplimiento de las medidas de reparación de ese caso. En dicha región, donde la población es mayoritariamente q’eqchi’, la pobreza y la pobreza extrema de la población alcanzan al 85 % de sus habitantes (Encovi, 2014). Los ingresos del 70 % de la población provienen de sus trabajos como jornaleros en las fincas aledañas y oscilan entre Q1 000 y Q1 500 al mes. Otro 25 % de la población trabaja sin recibir ingresos. La mayor parte de ella son mujeres entre 18 y 64 años. Nueve de cada diez habitantes reportan padecimientos de salud, pero solo tres cuentan con los recursos económicos para ir al centro de salud, ya que necesitan casi Q500 solo para trasladarse. Esto, además, explica por qué solo el 7 % de las mujeres han recibido atención de profesionales médicos durante sus embarazos.
Nuevamente haré la pregunta: ¿qué nos dicen estos datos? De manera muy contundente nos explican que el despojo se ha operativizado porque hay un Estado racista que lo hace posible, entre otras maneras (y como lo demuestran estas investigaciones) por medio de asignaciones presupuestarias escasas o que no llegan a tiempo al lugar para cubrir las necesidades de la población. También lo hace por medio de lo que se ha conceptualizado como despojo multidimensional de las comunidades y los pueblos indígenas (López Rodríguez, 2014), es decir, creando todo el andamiaje legal y político para que las empresas exploten todos los recursos que hacen posible la vida. Esto es, creando instituciones extractivas que habilitan a las empresas para legitimar la expoliación del territorio.
¿Qué dirán ahora los empresarios y sus representantes en el Gobierno? Los números son contundentes. No hay excusas ni artilugios a los cuales se pueda apelar para explicar estas brechas vergonzosas entre seres humanos. Está claro que el problema no son los pueblos indígenas.
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