Lo podemos observar con mucha claridad en los procesos de innovación y de cambio tecnológico, como esa chispa que abre la puerta a una ruptura en la manera de hacer las cosas y de ganar así eficiencia y (ojalá) mayor bienestar para las personas. Esto último es menos claro, pero ciertamente es y debe ser siempre una aspiración natural cuando se piensa en el fin último del desarrollo: vivir mejor.
Pero no es solamente allí donde se manifiesta la imaginación. La literatura, por ejemplo, es un campo minado de esfuerzos imaginativos que nos han dado millones de páginas para poder descubrir mundos maravillosos y paralelos, en voces de personajes y en argumentos que, aunque no hagan otra cosa que iluminar unas pocas aristas de la contradicción humana, bien pueden darnos pistas para seguir jalando el hilo y entendernos un poco mejor en cada momento de la historia.
De la imaginación surge el cambio, cosa no menor, ya que la imaginación es tan impredecible como escurridiza. A veces, ¡no siempre!, basta plantarla con una semilla sencilla, que logre aterrizar en sensibilidad suficiente como para ocasionar una inmensa onda expansiva de consecuencias imprevistas. «Imagine all the people / living life in peace», dijo Lennon en su canto inmortal para resumir una época, ese que luego han asumido los jóvenes de siempre como respuesta ante lo que no se quiere seguir siendo.
De una manera un poco más elaborada, Benedict Anderson sugirió hace algunos años el concepto de «comunidades imaginadas» como forma de explicar el nacionalismo. Una nación, dice Anderson, «se imagina porque aun los miembros de la nación más pequeña no conocerán jamás a la mayoría de sus compatriotas, no los verán ni oirán siquiera hablar de ellos, pero en la mente de cada uno de ellos vive la imagen de su comunión. Los miembros de la comunidad probablemente nunca conocerán a cada uno de los otros miembros cara a cara».
El secreto está allí: las personas se perciben como parte de ese grupo. ¿Qué pasa entonces cuando esto no es así? ¿Cuando, por ejemplo, yo no percibo que pertenezco al mismo grupo por motivos tan sensoriales como el olor distinto de esa otra o de aquel otro, por argumentos como su estatura o su manera de vestir distintas, por razones tan objetivas como la distancia (medida más en tiempo de llegada y menos en espacio físico) para conocer cómo vive el otro o simplemente por miedo (miedo, sí, a percibir otra cosa distinta)?
De nuevo, el secreto está allí: la comunidad imaginada existe porque las personas se perciben como parte de ese grupo. Es decir, hay espacio para construir y acercar porque la percepción es maleable. Pero alguien tiene que liderar ese esfuerzo desmontando temores, iluminando oscuridades, aclarando ambigüedades, relatando de manera distinta, aglutinando.
En un país ideal, ese es el espacio natural del Estado. En un país de élites sordas y de pobres mudos, ese es un espacio vacío, dejado así, adrede, creyendo ingenua o estúpidamente que la energía social respeta la cobardía de unos y de otros. El problema se hace patente hasta que se ha producido una costra amorfa que impide el diálogo y dinamita cualquier intento de consenso. Por eso el terco empeño de fortalecer la capacidad del Estado y sus cuadros y de insistir en la desigualdad como la amenaza principal a la supervivencia de esa comunidad imaginada que llamamos Guatemala.
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