Este país pequeñito

Sin embargo, me obligo a escribir porque he comenzado a notar, desde hace tres días, que esta ciudad nunca había estado tan gris como ahora, que la lluvia jamás había caído tan violenta, que el frío de la madrugada se ha vuelto más cruel, que el hombre que duerme en la esquina de esa calle larga y sucia sigue sin recordar el olor de su madre, que la gente sigue caminando con prisa y con miedo y que sigue respirando poco y mal con las mascarillas puestas y con el gesto incómodo de los que no saben qué hacer.

Salí hace tres días para darme cuenta de que todo sigue allí, en el lugar del que me ausenté para asistir a la felicidad, una felicidad casi inapropiada. Después de haberme escondido del mundo y de sus días crueles, volví a ver las filas de gente esperando las cosas por las que deberían abalanzarse. Y pienso en ese escritor argentino que dice que no entiende qué detiene al necesitado, y no al codicioso. Y yo tampoco lo entiendo. Porque acabo de salir de mi escondite, donde todo estaba bien, pero mi escondite me ha escupido de vuelta a este país que nunca ha estado tan gris como ahora, a este país pequeñito, el país de las pérdidas y de las ausencias, el lugar de los dolores, este país que en realidad es una herida profunda en el mapa de la historia, una geografía inhabitable como la piel del amante ausente, este país sin corazón, pero con sangre en todas partes.

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Me acordé de aquella vez cuando vi en la banqueta una gota de sangre y otra y muchas más. Y la sangre hacía un camino que doblaba la esquina para convertirse en una mancha que antes había sido un charco. Y yo pensé que tanta sangre no debía estar fuera de un cuerpo, pero que en este país pequeñito no hay espacio para tantos cuerpos, ni comida para tantos cuerpos, ni oportunidades para tantos cuerpos, ni dignidad para tantos cuerpos, y no pude terminar de recordar por qué estaba caminando en la calle. Y alguien que pasó a mi lado dijo algo que no entendí. Y yo pensé que había perdido la capacidad de entender el lenguaje de esta ciudad violenta a la que acababa de volver. Y volteé a ver hacia atrás y no había nadie. Y miré mi mano y nadie la estaba tomando y tuve miedo de este país, el de las pérdidas y las ausencias. Y comencé a llorar y otra vez me convertí yo misma en este país, en el lugar de los dolores. Y mi piel se puso gris como el pavimento y debajo de mis ojos crecieron dos árboles negros, como los árboles de las terribles cinco de la tarde. Y me di cuenta de que todo sigue allí, en el lugar del que me ausenté para asistir a la felicidad, una felicidad casi inapropiada, una felicidad que no era cierta, o tal vez sí, pero insostenible.