Límites que garantizan que, en una sociedad democrática, el Estado intervendrá limitando derechos únicamente en casos de necesidad y luego de un procedimiento establecido. Límites que siempre han sido defendidos por personas en momentos incluso en los cuales la colectividad exige, con afán de justicia, que la organización de poder actúe fuera de ellos.
¿Y por qué es imperativo recordar dichos límites? Porque, cada vez que se le permite al Estado salirse de ellos en el uso de su facultad de limitar derechos, se debilita el poder de contener los abusos que de este mismo pueden provenir. Ejemplos de dichos recordatorios hay en la historia: los relativos a graves violaciones de derechos humanos cometidas por fuerzas estatales. Ante ello, los principales instrumentos políticos y jurídicos, como la Declaración Universal de los Derechos Humanos, la Convención Americana de Derechos Humanos o la Constitución Política de la República de Guatemala, contienen principios limitadores sustantivos y procesales para garantizar la no repetición de dichas acciones.
Muchos seguramente coincidimos en indignarnos al recordar determinados ejemplos atroces de la historia nacional e internacional. Pero otro ejemplo de un riesgo y de una realidad latente de abusos del poder punitivo del Estado se observa en nuestras cárceles y en el día a día del sistema guatemalteco de justicia penal. Distintos instrumentos como los citados en el párrafo anterior garantizan la justicia en plazos razonables para las personas en condiciones en las cuales su dignidad humana y su trato como personas inocentes están asegurados (presunción de inocencia, debido proceso, razonabilidad en los plazos, etcétera). Lamentablemente, año con año es menester recordar los límites del poder punitivo en Guatemala mas allá de un simple ejercicio académico.
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En el contexto de un sistema de justicia penal sobrecargado de trabajo, como lo reflejan distintos estudios de tanques de pensamiento (según datos del Observatorio de Justicia Penal, en 2018 un proceso podía llegar a durar en promedio 918 días antes de alcanzar un fallo), Guatemala se enfrentó a una pandemia: una pandemia que obligó a la suspensión de audiencias y de procesos. La suspensión de estas mientras la humanidad aprendía a prevenir y a combatir una nueva enfermedad es razonable hasta cierto punto. Sin embargo, en un país con 386 % de ocupación carcelaria (en resumen, un espacio carcelario destinado a una persona es ocupado aproximadamente por cuatro), donde el 53 % de los presos en estado preventivo lo están por los denominados «delitos inexcarcelables» (que por ley no gozan de medida sustitutiva y, de facto, obligan a encarcelar a las personas sin comprobar su peligro de fuga o su capacidad de obstaculización de la justicia), la persona que paga con su libertad el precio de dicho impacto es el ciudadano de a pie.
Día a día se cubren noticias sobre la actividad judicial del sistema penal y se informa sobre la detención de personas, su internamiento en centros carcelarios, la suspensión de audiencias, etc. Muchos, en su urgencia de venganza, de forma acrítica replican la información sin cuestionar la observancia de los límites al poder punitivo, la capacidad de ocupación de nuestras cárceles o la duración de los procesos. Sin embargo, la legitimación de prácticas que incumplen los plazos e ignoran los principios limitadores del poder punitivo del Estado en casos mediáticos conlleva, la mayoría de las veces, una réplica de dichas prácticas en cientos de casos diarios no cubiertos por las noticias, en los cuales se vulneran derechos humanos y los principios limitadores del poder punitivo del Estado.
Ante ello es menester recordar los límites a los poderes estatales de limitar derechos, los cuales están sujetos a reglas y a plazos prestablecidos de observancia obligatoria. Cierto es que a veces la teoría no coincide con la práctica, pero, en materia de derechos humanos y de poder punitivo, esto no es una excusa para no realizar esfuerzos para que coincidan.
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