Florencio Chitay Nech, el nombre en el olvido
Florencio Chitay Nech, el nombre en el olvido
Una lápida, una placa en una escuela y otra en la municipalidad es lo único que queda de la memoria de Florencio Chitay Nech. Aunque fue concejal, alcalde, líder campesino y cooperativista en su natal San Martín Jilotepeque, Chimaltenango, su historia se ha reducido a estos tres deslucidos elementos. La suya es la historia de cientos de desaparecidos, cuyos familiares han acudido a la CIDH para obligar al Estado a reconocer sus crímenes, alcanzar justicia y encontrar sus restos. De 24 sentencias, el Estado ha cumplido con la reparación económica de 20, pero ha incumplido con la obligación de pedir perdón. Ha pagado cerca de US$50 millones a las víctimas.
En la tumba de Florencio Chitay Nech hace falta el detalle elemental de cualquier sepultura: no hay cuerpo. El mausoleo fue construido por una previsión de los cinco hijos, en caso de que los restos del padre aparezcan. La cripta vacía es la aceptación de su muerte. ¿Qué más se podría esperar después de tantos años de ausencia?
La Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) condenó al Estado de Guatemala por desaparición forzada de este líder comunitario, y como parte de la sentencia exigía al Estado que buscara sus restos. Pero esto nunca ocurrió.
Tenía 45 años cuando lo secuestraron el 1 de abril de 1981. Los testimonios de la familia indican que ese día hizo lo de costumbre: antes de salir a trabajar fue a comprar la leña que su esposa usaba para el puesto de tortillas. Su hijo de cinco años lo acompañaba esa mañana. Cuando llegó a la venta, tres hombres gritaron su nombre y se le abalanzaron para detenerlo. Lo golpearon con la empuñadura de un arma, porque él se resistía. No se sabe cuánto tiempo duró el forcejeo, pero el vendedor de leña le contó a la familia que todo se detuvo cuando encañonaron al pequeño. Entonces Chitay se entregó. Se lo llevaron en un jeep y nunca más se supo de él.
El hijo de Florencio Chitay Nech quedó tirado en el suelo, cubierto de polvo, con la marca de una bota en la espalda. De tanto que lloraba, la tierra se le convirtió en lodo sobre el rostro. Ese es el recuerdo que los hermanos tienen de ese día.
Cuando el niño volvió a su casa, Marta Rodríguez, su madre, apenas pudo consolarlo. Ella dejó a los tres niños pequeños y se llevó a los mayores, de 14 y 12 años, para que la acompañaran a buscar al esposo desaparecido. Pedro Chitay Rodríguez, el segundo de los cinco hijos, recuerda que fueron a la estación policial de La Florida, en la zona 19, pero los trataron mal.
En 2004, mientras recopilaba la información que le serviría para documentar el caso de su papá ante la CIDH, se enteró de que los agentes nunca documentaron la denuncia. Su madre no sabía leer ni escribir, y nunca supo que le habían negado el derecho a la justicia. “Nos mandaron a la morgue y a los hospitales y pasamos tres meses buscando. Pero el esposo de una prima de mi mamá, que era psicólogo, nos recomendó que ya no fuéramos, porque solo íbamos a destapar cadáveres mutilados”, dice.
La desaparición de Florencio Chitay Nech fue el resultado de una persecución que inició en su natal San Martín Jilotepeque, un municipio de Chimaltenango ubicado a 72 kilómetros de la capital. Ahí era un líder, vinculado a una cooperativa, al movimiento social y campesino que se postuló como candidato a concejal con el partido Democracia Cristiana (DC).
Pedro Chitay reconoce que, de acuerdo con la historia del país, las actividades políticas de su padre lo hacían ver como subversivo. En aquella época, finales de los 70 y principios de los 80, el movimiento guerrillero que buscaba una revolución por las armas, apoyaba la formación social y política de los líderes comunitarios.
El exilio y la desintegración familiar
Florencio Chitay Nech fue electo como concejal primero en una corporación municipal integrada, en su mayoría, por kaqchikeles. De acuerdo con las investigaciones realizadas por la familia, en aquellos años no era usual que los indígenas en Chimaltenango compitieran por puestos de primera línea, como alcaldes o concejales.
A pesar de la hazaña, la persecución y las disputas políticas desarticularon a todo el equipo. Primero mataron al concejal segundo, el único ladino del grupo, y después a Felipe Álvarez Tepaz, el alcalde. Florencio Chitay tuvo que asumir la jefatura edil, pero fue por poco tiempo.
Tres veces intentaron secuestrarlo. En una ocasión se salvó porque durante la noche sacó a la familia por la parte trasera de la casa, para que durmieran en otro sitio. Al volver, por la mañana, se encontraron con la vivienda hecha cenizas.
Después de esto, los Chitay decidieron huir. Los padres atravesaron montañas para evadir los controles militares en la ruta principal, mientras que los niños se hicieron pasar por hijos de otra persona, para que no los detuvieran. Del paisaje del campo y las siembras, pasaron al de una colonia poco poblada en zona 19 de la capital. Florencio encontró trabajo en un taller de refrigeración. Su esposa puso una tortillería en el cuarto que alquilaban.
Tras el secuestro, la familia quedó desvalida y tuvieron que regresar a San Martín Jilotepeque. No tenían casa ni dinero y los familiares y amigos se negaban a recibirlos, por temor a represalias. Finalmente, el abuelo materno se hizo cargo de la familia, pero eso implicó que los hijos dejaran los estudios para trabajar. Pedro Chitay sabía que eso hubiera disgustado a su papá. “Tres días antes de su desaparición nos llamó a mi hermano mayor y a mí, y nos hizo prometer que por lo menos uno de nosotros llegaría a la universidad”. En aquel entonces esa promesa era imposible de cumplir. Especialmente porque los Chitay no tenían recursos económicos y sus vidas estaban en riesgo. Una vez recibieron un anónimo. “Mi mamá lo quemó de la cólera, decía que si no daban con mi papá, la familia iba a pagar las consecuencias”, recuerda Pedro.
La madre sabía que las amenazas iban en serio. Además de los asesinatos del concejal segundo y el alcalde municipal, a la desaparición de su esposo le siguió el asesinato de un tío abuelo y un primo.
Años después también se supo de la muerte de tres de los hijos del jefe edil y del secuestro de dos hermanos de Florencio. Uno apareció muerto y el otro sigue desaparecido. Con esos antecedentes, Marta les hizo prometer a sus hijos que no buscarían justicia. Una promesa cómoda, porque en ese momento todos eran menores de edad y en el ámbito nacional no existía una institución que pudiera realizar la investigación y persecución penal con independencia y garantías para las víctimas. Por eso los crímenes quedaron en la impunidad.
Marta aceptó con resignación que su familia se desintegrara. Los tres hijos mayores, que tenían 14, 12 y 10, cuando ocurrió el rapto de su papá, fueron los primeros en dejar el hogar. El mayor, siendo un niño, decidió quedarse solo en la ciudad, para trabajar. Aunque eso implicó que estuviera incomunicado durante tres años.
Pedro, el segundo de los cinco hermanos, que aceptó reconstruir la historia de su familia para este reportaje, se traslado a un internado en Sololá para estudiar la secundaria. Al cumplir la mayoría de edad mudó a la capital, rentó un cuarto y se puso a trabajar y a estudiar. El tercer hermano consiguió que una tía en la capital lo recibiera para que pudiera trabajar. El cuarto niño, el que atestiguó el rapto del padre, esperó hasta cumplir 18 años para trasladarse a la ciudad.
Nunca vivieron juntos. Cada uno tomó un camino distinto y apenas se han vuelto a reunir. Una vez de forma obligatoria, en 2003, cuando Marta falleció, a causa de un cáncer de estómago. Tenía 56 años.
En esa ocasión Pedro descubrió que su mamá había aprendido a leer y a escribir. Lo supo porque en una de las paredes de la casa vio un diploma de alfabetización. Después de eso, el más pequeño de los hombres migró a Estados Unidos y la única hija que tuvo el matrimonio Chitay, dejó los estudios de Derecho para migrar a España, en donde vive desde 2007. Ninguno tiene deseos de volver a San Martín Jilotepeque. Del lugar solo quedan amargos recuerdos.
Pedro acepta que después de la muerte de su madre decidió romper una de las promesas que les hizo a sus padres. Aunque cumplió con la de los estudios, porque tiene dos licenciaturas, dos maestrías, un doctorado y otro más en proceso, en la rama de pedagogía, en universidades locales y de España, no pudo aceptar la falta de justicia. “Le pedí a mis hermanos que me dieran un mandato para representarlos en las gestiones legales y así fue como presenté un reclamo que llegó a sentencia en 2010 ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos”.
Justicia para Florencio Chitay Nech
Con el antecedente de la negación de justicia, cuando ocurrió el secuestro de su padre, Pedro Chitay, inició un recorrido que lo llevó ante la Comisión y la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Ambas instancias pertenecen a la Organización de Estados Americanos, y tienen como misión salvaguardar los derechos humanos en los países que la integran. La última juzga casos de los Estados miembros a través de un tribunal conformado por siete jueces.
El caso Chitay Nech empezó en 2004, cuando Pedro Chitay logró documentar los retazos de la vida de su padre. “El gobierno argumentaba que no había evidencia de su secuestro. La hija del alcalde guardó un pedazo de plaqueta (en donde aparecían los nombres de la corporación municipal), logré hablar con los líderes de la Democracia Cristiana y encontré unas noticias sobre el secuestro de mi papá en la Hemeroteca Nacional, y eso nos sirvió de evidencia”, refiere.
Las noticias a las que se refiere eran la cobertura a una conferencia de prensa del partido político, en el que señalaba que el asesinato de un dirigente en Huehuetenango y el secuestro de Florencio Chitay en San Martín Jilotepeque, eran la evidencia de la “violencia represiva” en contra de los “dirigentes de oposición”. Situación que provocaría abstencionismo electoral. En aquella época uno de los partidos de oposición a la DC era el derechista Movimiento de Liberación Nacional (MLN).
Esa información, más la reconstrucción de hechos, narrada incluso por aquel niño que vio cómo se llevaban a su padre, sirvió para evidenciar que a Florencio Chitay Nech lo habían secuestrado para reprimir su actividad política y social. Para la fecha en que se le tomó testimonio, ese niño ya era un adulto. Un hombre que creció con un trauma aún no superado que le permite recordar con claridad todo lo sucedido.
La familia tuvo que contratar a un psicólogo que confirmó que los eventos impactantes que vivió el testigo lo marcaron de por vida y no se olvidan. Solo así lograron que les tomaran como válida su participación.
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Pero no fue el único reto a superar. “Aquí en Guatemala nos decían que tal vez él se había conseguido otra mujer, para formar otra familia. O que dejáramos el pasado, porque ya habían pasado tantos años. Nos decían intransigentes por no querer negociar con el Estado”, rememora Pedro Chitay.
En 2010, la Corte condenó al Estado de Guatemala por esa desaparición forzada. A siete años de la condena, la familia todavía espera el cumplimiento de todas las medidas de reparación que ordenó la CIDH. Entre ellas, la búsqueda de justicia local y de los restos de Florencio Chitay Nech.
El caso se conoce en la Fiscalía de Derechos Humanos, pero no ha tenido grandes avances. Uno de los inconvenientes es que no le han podido tomar la declaración al hijo que iba con Florencio Chitay Nech el día de su rapto. “A mi hermano no lo hacemos regresar a Guatemala. Primero porque vive en Estados Unidos como indocumentado, pero incluso si pudiera, él no quiere volver porque le ha quedado temor. De hecho, a la fecha nadie se le puede acercar por detrás porque reacciona mal, eso es parte de los traumas que padece por lo que vivió”, comenta Pedro Chitay.
Ni la fiscalía ni la familia tienen claridad de quién pudo haber cometido el crimen contra Florencio Chitay o sus parientes. Su padre se dedicó a la participación política y no al movimiento guerrillero, asegura Pedro Chitay.
No se sabe quiénes pudieron ser los actores materiales o intelectuales. Lo único certero para los familiares que le sobreviven, es que hubo participación de comisionados militares. Pero no tienen nombres.
El Estado debe reparar el daño causado
La Comisión Presidencial Coordinadora de la Política del Ejecutivo en materia de Derechos Humanos (Copredeh) es la encargada de dar seguimiento a las sentencias que emite la CIDH.
Desde 1999, cuando se emitió la primera sentencia, hasta septiembre de 2017, cuando se presentó la última, se ha cumplido con la reparación económica, gastos y costas más reintegro de asistencia legal para las víctimas en 20 de 24 casos. La mayoría vinculados a desapariciones, secuestros y asesinatos del conflicto armado interno.
El Estado casi siempre cumple con la parte económica, pero queda a deber en la petición de perdón y la búsqueda de justicia. Los exgobernantes Alfonso Portillo, Eduardo Stein, Álvaro Colom y Rafael Espada, son los únicos que han hecho el reconocimiento público en algunos casos.
Las cifras de la reparación económica se establecen a partir del argumento de las víctimas. Pueden pedir por la frustración de un proyecto de vida familiar, así como los salarios no percibidos, o las inversiones, negocios y propiedades que se perdieron a partir del cese de la vida o la desaparición de una persona. Los Chitay perdieron casi todas las propiedades que poseían en el municipio. Como los creían muertos, porque huyeron, sus tierras fueron ocupadas y algunas aparecieron hasta con contratos de compraventa con firmas ilegales.
La Corte puede evaluar ese tipo de peticiones e incluso validar la compensación por atención médica y psicológica de los parientes cercanos. Considera las solicitudes y determina los montos que se deben otorgar cuando hay más de una persona que reclama los beneficios como víctima.
El Estado tiene derecho a defenderse de las acusaciones y rebatir los montos que fija la Corte. Hasta ahora, la instancia internacional ha sancionado al país por más de US$50 millones que se han repartido entre las víctimas. Adicional a este monto, se le ha sancionado con el pago de cerca de US$800 mil en concepto de gastos y costas procesales, y casi US$3 mil en apoyo a las gestiones legales de las víctimas.
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De los 24 casos, los que no se han pagado son el de Masacres de Río Negro, el Diario Miliar, el caso de los miembros de la aldea Chichupac, en Rabinal, Baja Verapaz y el de Mayra Angelina Gutiérrez Hernández.
La explicación de la Copredeh es que tres de estos casos requieren de montos elevados y no cuentan con el presupuesto para cubrirlos. Además, todavía no han completado la identificación de los beneficiarios, ya que algunos de los que participaron en la demanda han fallecido.
Además del reconocimiento económico, las medidas de reparación que ordena la Corte abarcan la investigación judicial, para dar con los responsables del daño causado. La búsqueda y localización de sus restos; publicar la sentencia en español y en idioma maya, cuando la víctima pertenezca a un grupo indígena específico; ofrecer atención médica y psicológica gratuita a las víctimas declaradas en el fallo; honrar la memoria de las víctima desaparecidas, a través de un monumento o placa y que el Estado reconozca, en una acto público, su responsabilidad en las violaciones a los derechos humanos que se cometieron. Esto significa que un alto funcionario del gobierno de turno debe pedir perdón por los hechos denunciados internacionalmente.
En el caso de Chitay Nech, se ha cumplido con el aporte económico, se instaló una placa con fotografía y nombre en las afueras de la municipalidad de San Martín Jilotepeque y otra más afuera de la Escuela de la localidad, que lleva su nombre.
Sin embargo, la familia todavía espera la atención médica, el acto público, y lo más importante: la investigación judicial y la ubicación de los restos de Florencio Chitay Nech.
Aunque el Estado está obligado a cumplir con las sentencias de la Corte, los familiares se enfrentan a un sistema que les regatea las reparaciones obtenidas. En el caso Chitay Nech se estableció que la difusión de la sentencia debía hacerse en una radio local. Pedro Chitay recuerda que en Copredeh les ofrecieron transmitir en una emisora en la frecuencia de Amplitud Modulada (AM) que apenas tenía cobertura en el mercado del municipio.
Después de varias negativas, por fin acordaron transmitir en la radio La Chimalteca, con señal en Sacatepéquez y Chimaltenango. Pedro Chitay asegura que su padre tenía posibilidades de optar a una candidatura como diputado. De ahí su insistencia en que la difusión de la sentencia se escuchara entre la población a la que él aspiraba a representar.
“Tienen la idea de que por ser indígenas no nos pueden dar lo mejor”, refiere al señalar que recibieron tratos discriminatorios incluso en la Copredh.
Esa discriminación o incumplimiento coincide con la política del gobierno de turno. Por ejemplo, en 2010, durante la gestión de Álvaro Colom, los Chitay fueron convocados a cuatro reuniones de seguimiento a la sentencia. Aseguran que esa fue la administración en donde más avances tuvieron. Sin embargo, no lograron que el presidente Colom y su vicepresidente, Rafael Espada, hicieran un espacio en su agenda para encabezar el acto público de “perdón” por lo que le sucedió a Chitay Nech.
En 2012 las posibilidades se cerraron por completo. Solo alcanzaron a sostener una cita con representantes del Ministerio Público y otra con delegados del Ministerio de Salud. En 2013, 2014 y 2015, todo el período que correspondió al gobierno del militar Otto Pérez Molina, se rompió la comunicación. El año pasado, los volvieron a convocar.
No es el único caso en donde los pendientes abundan.
Dinero y justicia
La Copredeh tiene varios pendientes con las víctimas y sus familiares. En cuanto al pago de las reparaciones económicas que ha impuesto la Corte, le deben a los habitantes de la aldea Chichupac y a los de Río Negro, en Rabinal, Baja Verapaz. A los parientes de Mayra Gutiérrez Hernández y a los de las 26 víctimas identificadas en el Diario Militar, un documento filtrado en 1999 y reconocido en 2009, que prueba la represión contrainsurgente del Estado en contra de sus ciudadanos.
A través de su departamento de Acceso a la Información Pública, la Copredeh explicó que necesitan Q400 millones para cubrir: “a) las obligaciones derivadas de los Acuerdos de Solución Amistosa que datan de los años 1999 a 2012, que se encuentran en fase de ejecución; b) las obligaciones de pago establecidas en cuatro sentencias emitidas por la Corte Interamericana de Derechos Humanos; y, c) Las obligaciones proyectadas, de las resultas de tres casos que se encuentran en fase contenciosa”. Tanto las víctimas como la Copredeh evitan dar las cifras que la Corte estableció en reparación económica, costas procesales y ayudas adicionales. Incluso la Corte ha accedido al pedido de reservar la información de los montos en el texto de algunas sentencias. Ese fue el procedimiento en los casos por la desaparición de Fernando García y del Defensor de derechos humanos identificado solo con las siglas A.A.
Se desconoce cuál es el plan de la institución o del Estado para cubrir ese monto millonario. Se buscó una entrevista con el presidente de Copredeh, Jorge Luis Borrayo, quien asumió a finales de septiembre, pero designó a la encargada de Seguimiento a los Casos Internacionales, quien no estaba autorizada para dar declaraciones.
Lo único seguro es que al Estado no le conviene retrasarse con los pagos, porque queda obligado al pago de intereses bancarios que incrementan el monto a erogar por cada sentencia.
En cuanto a la búsqueda de justicia, la Copredeh señala que la responsabilidad corresponde a otras instancias. Entre ellas está el Ministerio Público (MP). Hilda Pineda, titular de la Fiscalía de Derechos Humanos asegura que el gran reto para investigar hechos del pasado está en retomar la confianza de las víctimas, que han sufrido años de impunidad. Y librar los obstáculos a la información documental en el Ministerio de la Defensa Nacional.
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“Hay casos como el de Fernando García y Molina Theissen que se han judicializado. En otros, como el de Chitay y Gudiel, la investigación sigue abierta. En cuanto a la búsqueda de desaparecidos, sabemos que es una demanda legítima el encontrar a las víctimas, pero hemos de reconocer que ese no es un tema de Estado. Es por ello que algunas organizaciones apoyaron la elaboración de una iniciativa de ley para que el Estado asuma el compromiso, mientras tanto cuando nos enteramos de alguna fosa común o cementerio clandestino coordinamos con la Fundación de Antropología Forense, que nos apoya con las exhumaciones”, detalló Pineda.
Como explica Pedro Chitay, los hijos de las personas que fueron desaparecidas o asesinadas necesitan una explicación. “Esta búsqueda de justicia no es por dinero. Es para entender por qué nos sucedió eso. Por qué no fuimos una familia normal y nos obligaron a pasar de la niñez a la adultez cuando perdimos a nuestro papá”.
Sin esas respuestas, el ciclo nunca se cierra.
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