Con ello puede cuantificarse la importancia que la relación bilateral tiene para alguno de los países involucrados. Por ejemplo, la actual embajadora en México, Roberta Jacobson, tardó casi ocho meses en ocupar su puesto. La Embajada de Estados Unidos en México se mantuvo ocho meses sin embajador. Menos mal que en su relación bilateral México y Estados Unidos se entienden como socios estratégicos. Me cuesta pensar que los estadounidenses harían lo mismo con sus embajadas en Londres y en Tel Aviv.
También es cierto que el perfil del embajador (su experiencia previa) dice mucho de la forma como uno de los países llevará las riendas de la relación. De nuevo, en el caso de México, la embajadora Jacobson había sido (antes de ocupar el actual cargo) secretaria de Estado adjunta para los Asuntos del Hemisferio Occidental. Antes de estas funciones, desde el 18 de julio de 2011, ocupó el cargo de secretaria adjunta interina. Es decir, Estados Unidos envió como cabeza de su delegación diplomática no a una especialista en comercio, en integración o en seguridad, sino a una persona que conocía muy bien las dinámicas políticas en el contexto de las Américas, posiblemente con la intención de obligar a su contraparte mexicana a retransformarse en el interlocutor natural de Estados Unidos en la región. Este aspecto parece corroborarse, por cierto, si vemos la tensión diplomática actual entre México y Venezuela en la Organización de los Estados Americanos. México dejó de jugar la carta de respetar los actos soberanos de cada Estado y de esperar la resolución pacífica del conflicto para adoptar la posición estadounidense que busca aplicarle (como sea) la Carta Democrática a Venezuela.
En eso de los perfiles, el embajador estadounidense en México durante los años del 2002 al 2009 fue Antonio Óscar Garza, Jr. El exembajador Garza (nieto de inmigrantes mexicanos) es un abogado (previamente secretario de Estado del Gobierno de Texas) cuya especialidad abarcaba también el conocimiento de los procesos jurídicos para la integración económico-comercial en ambos lados de la frontera México-Estados Unidos. En esos años de la bonanza del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (Nafta, por sus siglas en inglés), cuando Estados Unidos apostaba por la zona de América del Norte y tenía algún grado de deferencia por su vecino al sur, estos intereses se vieron reflejados en la selección de su embajador. Es más: aquí hay un detalle interesante. Antes de la gestión del embajador Garza, quien ocupó el puesto fue Jeffrey S. Davidow, también diplomático de carrera, pero el estilo de gestión de este (particularmente sus declaraciones sobre los problemas políticos mexicanos) le generaron la enemistad del Gobierno mexicano. Que Estados Unidos haya seleccionado un perfil más amable para con México demostraba que teníamos algo de importancia para la relación bilateral.
México tampoco se ha quedado atrás en el juego del nombramiento de agentes diplomáticos en su relación con Estados Unidos. Por ejemplo, de 1997 a 2000, el embajador mexicano en ese país fue Jesús Reyes-Heroles González Garza, un político de carrera, priista, pero con estudios doctorales (MIT) en materia de economía. Su selección, en efecto, se debió a la prioridad de las relaciones bilaterales enfocadas en ese momento sobre el joven y promisorio experimento del Nafta. Pero Reyes-Heroles también mostraba el perfil del mexicano príncipe: de buena familia, blanco, egresado de una ivy league school, perfectamente bilingüe (la representación del mexicano promedio, claro). ¿La consigna? Mostrarles a los gabachos que hay mexicanos que pueden estar a su mismo nivel o por encima. En esa misma línea se puede mencionar a Arturo Sarukhán Casamitjana, diplomático de carrera y egresado de la universidad Johns Hopkins, quien fuera embajador de México en Estados Unidos del 2007 al 2013. Pero su sucesor, Eduardo Tomás Medina-Mora Icaza (embajador por dos años), no era diplomático de carrera. Para efectos prácticos, entender su inglés requería de subtítulos. Fue un nombramiento político para darle una embajada (y qué embajada) a manera de premio a un ex procurador general de Justicia. Esto era ya el inicio de lo años cuando las relaciones bilaterales entre México y Estados Unidos, de por sí tensas siempre, comenzaban a enfriarse.
La nominación de Luis Arreaga como posible nuevo embajador de Estados Unidos en Guatemala (previa ratificación del Senado estadounidense) con base en su perfil dice mucho. Desde 2013 es el subsecretario adjunto de Estado para la Oficina de Asuntos Internacionales sobre Narcóticos y Aplicación de la Ley. Tiene bajo su cargo todo lo que el Departamento de Estado analiza en términos de narcóticos y de crimen organizado. Ni siquiera México ha sido receptor de un embajador estadounidense con ese perfil. Es ridículo discutir en términos de si es pro-Ejército o proguerrilla, de si es conservador o comanche. Las lógicas del debate binario en Guatemala no valen en este caso. Entonces, entender las señales es fundamental.
La percepción confirmada es que Guatemala no es sino un caso de narco-Estado. Y su relación bilateral se jugará en esa cancha, donde la intromisión estadounidense será igual o mayor.
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